viernes, 20 de noviembre de 2009

¡Dinesh ataca de nuevo!


Vida después de la muerte: la evidencia es el nuevo jab que Dinesh D'Souza lanza contra los infaustos ateos del siglo XXI. El dulce y brillante conservador Christopher Hitchens escribe de este soberbio texto: "Dinesh D’Souza here shows again the argumentative skills that make him such a formidable opponent" (1). (Dinesh D' Souza muestra aquí, una vez más, las cualidades argumentativas que lo hacen un formidable oponente). A Hitchens debemos hacerle una recomendación: que estudie lógica. En la formidable introducción de Peter Smith al tema, An introduction to formal logic, pueblicado por Cambridge, nuestro querido protestante aprenderá una que otra cosilla sobre las falacias; D'Souza, hay que reconocerlo, es un maestro para esgrimirlas -véase, para comprobarlo, el debate con el profesor Daniel Clemens Dennett en entradas anteriores. Ad hominem, hombres de paja y demás son el plato fuerte de la argumentación de San Dinesh, aderezada, claro está, con el exquisito toque del predicador sureño: gritos y más gritos, gesticulación exagerdada, las manos agitadas todo el tiempo... Ain´t ya, Dinesh Presley?




jueves, 19 de noviembre de 2009

Descartes, Discurso del Método

A continuación, presento un examen on-line sobre el Discurso del Método, de René Descartes.

1. ¿Cuál podría ser la posible relación entre la autonomía del yo cartesiano y el discurso empresarial que caracteriza al capitalismo neoliberal?
Individualidad, racionalismo y progreso: he ahí los tres grandes conceptos que el cartesianismo y el discurso capitalista tienen en común; tres conceptos que, sin necesidad de forzarlos, pueden unificarse. En su importante obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber señala que el Capitalismo es una de las formas adquiridas por el racionalismo a lo largo de su desarrollo: esta es el racionalismo práctico, el cual se define como “aquel modo de conducción de vida (Lebensführung) que refiere conscientemente el mundo a los intereses terrenales del yo individual y hace de ellos la medida de toda valoración”[1]. Como puede verse, el concepto dado refiere, parte a parte, al pensamiento de René Descartes.
Examinemos la definición de Capitalismo enunciada en el párrafo anterior, descomponiéndola en sus proposiciones protocolares[2] y relacionando cada una de éstas con la doctrina del racionalista francés:
A. (P) ‘X es un modo de conducción de vida’. Para Descartes, si bien el buen sentido, es decir, la capacidad para distinguir lo verdadero de lo falsa, está repartido de manera homogénea en la humanidad, los errores son moneda común; ello se debe a la falta de utilización de un método para escindir verdad de falsedad. Es claro: el método es fundamental para la obtención de conocimientos; dicho de otra manera, los conocimientos poseen, como fundamento, al método. Este esquema se repite en el Capitalismo; éste adopta el principio epistemológico anterior, a la vez que le da un giro empresarial: el método es fundamental para la obtención de capital, es decir, el capital se fundamenta en un determinado método.
Tal y como se mencionó en el examen anterior, el pensamiento cartesiano identifica la epistemología con la ontología. Partiendo de ello, se puede entender que un método para la obtención de conocimientos es, a la vez, un método de conducción de vida. De la misma manera, para el capitalismo, un método para la obtención de capital se confunde con la noción de ‘existencia’: vivir para ganar dinero y ganar dinero para vivir; una vida plena, exitosa, es una vida económicamente productiva.
B. (Q) ‘X es un P que refiere conscientemente el mundo”. Escribe Descartes: “no conozco más cualidades que sirvan para formar un espíritu perfecto, porque la razón […] está entera en cada ser racional”[3]. La razón es el cimiento, las paredes y el cemento de la arquitectura cartesiana; la razón es la característica humana a partir de la cual el hombre es claro y distinto en relación con su entorno; aún más: la razón es la prueba, la única prueba verdadera de que el hombre existe. Ahora bien, tal y como se puede inferir de (A), lo existente no está dado como tal, sino que, además, lleva en sí la marca teleológica; así, todo aquello que es, es para algo. Para Descartes, entonces, la razón no sólo es epistemológico-ontológica sino que, además, es teleológica. Así, la razón que existe y conoce tiene una finalidad clara: distingue lo verdadero de lo falso y, partir de lo primero, construye la ciencia. La razón cartesiana es, entonces, razón instrumental. El Capitalismo, repitiendo el planteamiento del filósofo francés, adopta como parámetro intelectual a aquella razón efectiva –y en este punto, el adjetivo ‘efectivo’ adquiere la riqueza de la polisemia, entendiéndose por este “lo que se da”, “lo que no es un fin en sí mismo sino que es en tanto produce efectos”, “lo beneficioso”. La razón efectiva cobra una valía tal, que termina por constituir la noción de profesión, “la dedicación abnegada […] al trabajo profesional”[4], especializado y bien hecho.
C. (R) ‘X es un P que refiere conscientemente al mundo’. La deducción cartesiana, referida a objetos ideales, tiene como intermedio, entre éstos y la conciencia, al mundo físico. Robert Brandom señaló durante las Conferencias Woodbridge de 2007, con su ensayo Una sonata semántica en Kant y Hegel[5], que Descartes innovó no sólo en materia de Filosofía de la mente sino, también, en la Teoría del significado; así, fundamentó sus tesis sobre la idea contemporánea a sí de que el mundo aparente se sostiene sobre el entramado abstracto de la Geometría y de la Matemática; entre mundo físico y abstracción existe una relación isomórfica, es decir, una igualdad estructural que permite resolver uno de los términos a partir del otro. De esta manera, hay en Descartes un movimiento doble: por las apariencias es posible llegar al mundo ideal y, a la vez, este mundo ideal ilumina al mundo físico. En el Capitalismo hay un movimiento semejante: el mundo es efectivo pero sólo en la medida que permite llegar a la acumulación de abstractos –economía, dinero, cifras muchas veces no cimentadas en valores materiales-; el mundo es siempre y cuando quede impreso por la marca del dominio humano: el mundo es, así, mundo humanizado. Al respecto, señala Max Weber: “el calvinismo [fundamento esencial de la ideología capitalista] censuraba el goce, pero no admitía la evasión del mundo, sino que consideraba como misión religiosa da cada individuo la colaboración en el dominio racional del universo”[6].
D. ‘X es un P que refiere Qmente[7] R a los intereses terrenales del yo individual y hace de ellos la medida de toda valoración”. El yo individual, junto con la razón, es una de las bases del cartesianismo: “mi propósito”, escribe el francés, “no es enseñar el método que cada uno debe adoptar para conducir bien su razón; se reduce a explicar el procedimiento que he empleado para dirigir la mía”[8]. El Discurso… de Descartes está redactado en primera persona de tapa a tapa no sólo como elemento estilístico: el autor nos dice que el conocimiento verdadero sólo puede verificarse desde sí. Lo que es más: si el conocimiento pudiera resultar, aún así, falible, aquello que siempre estará patente es la existencia de la primera persona pensante. Así, se rompe cualquier posibilidad de diálogo: ‘yo soy el parámetro de verdad y, por ello, estoy calificado para excluir de los terrenos veritativos a todo aquel que disienta conmigo’; la relación entre cartesianismo y Capitalismo no puede ser más clara. En la sociedad capitalista no debe existir disidencia: hay un parámetro de pensamiento ineludible que homogeniza al proceder intelectual de la sociedad. A ello se añade que el Capitalismo rompe con la noción de beneficio público; el individuo actúa siempre en función de sí y de su propio bienestar. El Capitalismo, además, estimula la libre competencia, que no es otra cosa que la imposición de verdad de un yo sobre otro –en ello se escuchan ecos de la figura hegeliana de la dialéctica del amo y el esclavo-. Lo que es más: la terminología referida al conocimiento subjetivo se sostiene sobre el discurso empresarial. Por ejemplo, uno de los más brillantes discípulos de Willard Van Orman Quine, Donald Davidson, en su crítica a la subjetividad, apunta: “los pensamientos son privados en el sentido, obvio pero importante, en que la propiedad puede ser privada, es decir, pertenecer a una persona”[9].

2. ¿Se encuentra en Descartes implícito un orden universal absoluto?
Hay elementos para afirmar o negar lo inquirido. A continuación, daremos argumentos para uno y para otro, y, además, concluiremos dando prioridad al “sí”.
A. ‘No’. Las opiniones individuales varían y, además, señala Descartes: “Muy útil es saber algo de las costumbres de los distintos países, a fin de juzgar rectamente las nuestras y no calificar de ridículo todo lo que se oponga a ellas […]”[10]. Esta cita la desarrollaremos con más claridad en la Pregunta 3, mostrando con ella el interés antropológico del cartesianismo, a la vez que nos permitirá exponer sus contradicciones internas. Por el momento, contentémonos con hacer notar que el pensador francés observa divergencias tanto en el comportamiento de las sociedades, así como en el de los individuos. De esta manera, se podría pensar que Descartes se encuentra frente a un mundo heterogéneo y, en este sentido, tira por tierra la posibilidad de un Orden Universal Absoluto.
B. ‘Sí’. En el segundo párrafo del Discurso, señala Decartes: “no es verosímil que todos se equivoquen: eso nos demuestra, por el contrario, que el poder de juzgar rectamente, distinguiendo lo verdadero de lo falso […] es igual por naturaleza en todos los hombres”[11]. Tenemos, pues, un primer orden: la capacidad para juzgar y, así, escindir verdadero y falso es homogénea en los hombres. Ahora bien, si, como ya se ha mencionado varias veces, existir como individuo es existir en tanto que razón, la existencia, entonces, se unifica, se hace una en común con el resto de individuos –recordando la pregunta anterior, tal vez en ello radique el hecho de que, para el Capitalismo actual la sociedad sea una, así como una la opinión pública: la sociedad como un gran individuo con una sola vía de pensamiento. Se ha añadido, entonces, un segundo elemento al Orden: razón homogénea y existencia homogénea. Además, recordemos que, para Descartes, a lo dado subyace el entramado matemático-geométrico, la Mathesis universalis, la cual es el objeto verdadero de la intelección; recordemos, para ello, la reformulación cartesiana del concepto de intuición: el objeto ideal –y ningún objeto más ideal que el número- representado en la conciencia, en la razón que es una y la misma. Queda de manifiesto, así, que la unidad del pensamiento cartesiano es clara: existe un Orden Universal que simplifica lo existente.

3. Desarrolla la relación existente entre la ética cartesiana y la antropología y, posteriormente, haz un análisis crítico respecto de la congruencia o incongruencia lógica interna entre los principios epistemológicos y éticos de Descartes.
La ética cartesiana se resume en los siguientes puntos:

1. “[…] obedecer las leyes y costumbres de mi país ya permanecer en el seno de la religión que Dios permitió me enseñaran en la infancia”[12].
2. “ […] emplear en mis actos la mayor energía y firmeza de que fuera capaz y seguir las opiniones dudosas, una vez aceptadas, con la constancia con que seguiría las más evidentes”[13].
3. “[…] aspirar, más que a la fortuna, a vencerme, y más a cambiar de deseos a que el orden real se trastornara por dar cumplida satisfacción a mis veleidades”[14].

Lo expuesto, manifiesta diversos puntos de encuentro con la Antropología como disciplina y, a la vez, con la preocupación por el hombre que, siguiendo el modelo de Jerry Fodor de “psicología popular”[15], nosotros llamaríamos “antropología popular”. Los puntos son:
A. Como el estudioso de la Antropología, Descartes tiene claro que el comportamiento es una convención social. Ello queda de manifiesto no sólo en lo ahora mencionado, sino también a partir de la cita 10, expuesta en el reactivo anterior. ¿Se da en este punto, entonces, la primera contradicción cartesiana? Si la razón del hombre es una y la misma, ¿cómo puede haber divergencias culturales? Argüiremos a favor del pensador francés: razón y cultura pertenecen a dos ámbitos distintos; siguiendo los conceptos sofísticos, la primera pertenece al orden de la physis, la segunda a la del nomos. Es decir: si bien la razón nos es dada de manera homogénea a todos los hombres, la cultura es producto de conocimientos divergentes, a partir de –empleando la retórica cartesiana- la falta de conocimiento del método.
B. El estudioso de la Antropología, así como Descartes, aceptan los diversos comportamientos correspondientes a las heterogéneas culturas humanas. Además, si bien aceptan estos comportamientos, no los adoptan: permanece, así, la distancia de observador, propia del método científico.
Las incongruencias son más que claras:
A. ¿Cómo aceptar los usos y costumbres si éstos no están fundamentados en la razón y, menos aún, han pasado por el criterio absoluto del yo?
B. ¿Cómo aceptar seguir las opiniones dudosas si, tal y como se estipuló, toda opinión debe ser desechada por el hecho de no estar fundamentada sobre la evidencia? ¿Cómo aceptar lo dudoso, si no es verificable científicamente?
C. ¿Por qué aceptar lo hecho por los demás si ‘los demás’ no son criterio de verdad?
D. Si el yo es el principio de conocimiento, ¿por qué desechar sus deseos? Además, ¿por qué desechar sus deseos a favor de un orden existente en el exterior? El orden, como ha quedado claro, procede de la individualidad y, lo que es más, la exterioridad no es sino en función de su relación con el yo.





4. ¿Tendrían conflictos ideológicos los miembros de PETA (People for Ethic treatment to Animals) con Descartes?
Es indudable que el encuentro imaginario entre los activistas de PETA y Descartes terminaría con intervención policial: las posturas de unos se encuentran en las antípodas de las del otro –y, gracias a El asesinato como una de las bellas artes, de Sir Thomas de Quincy, sabemos que Descartes era un hombre de armas tomar. Para Descartes, los animales no son seres vivos sino, por el contrario, máquinas; ello queda claro a partir de dos criterios utilizados por el pensador francés:
1. Se entiende que un animal, así como una máquina que formalmente parezca un hombre, no poseen razón a partir de ambos carecen de lenguaje. Dice Descartes: “nunca una máquina podrá usar palabras ni signos equivalentes a ellas, como hacemos nosotros para declarar a otros nuestros pensamientos”[16]. Si bien hay animales que ‘hablan’, los sonidos que emiten no pueden considerarse como lenguaje, pues carecen del trasfondo intelectual que constituye el elemento abstracto de la palabra. Más allá de sus implicaciones biológicas, el planteamiento resultaría interesante para los lingüistas: si la forma está excluidas de los criterios de validez, el lenguaje no es la forma del pensamiento. ¿Postula Descartes, entonces, que pensamiento es lenguaje? Al ser un principio de exposición de ideas, ¿el lenguaje, a partir de su función de principio intersubjetivo, rescata la posibilidad de diálogo y, con ello, la construcción de conocimientos egocéntricos?
2. “En el caso de que esos artefactos realizaran ciertos actos mejor que nosotros, obrarían no con conciencia de ellos, sino como consecuencia de la disposición de sus órganos”[17]. Este punto es muy interesante para la Filosofía de la mente contemporánea: para Descartes, los actos humanos son producto de la razón, del espíritu, de eso que Gilbert Ryle llama “el fantasma en la máquina”[18]; es decir: el actuar humano se da a partir de la interacción entre lo inmaterial y lo material. Los animales, por el contrario, actúan a partir de la disposición de los órganos que lo integran, tal y como sucede con las máquinas. En este sentido, es curioso notar que el enfrentamiento tradicional entre Racionalismo y Empirismo no es tan radical como se piensa. Para John Locke, la identidad vegetal procede de la distribución de sus elementos internos, unificados para realizar una función común. La identidad animal, por su parte, no se limita a la funcionalidad de las partes sino que, además, integra a sí el movimiento, un movimiento adecuado a la distribución de partes y que comienza con éstas por proceder del interior del animal –y este punto lo distingue de las máquinas, las cuales reciben la fuerza motriz del exterior. Así, si bien Locke no identifica animales y máquinas, sí los equipara prácticamente en todos sus elementos. Agreguemos: para algunos filósofos de la mente contemporáneos, la conciencia es el producto de una determinada organización de la materia dispuesta de tal modo que cada una de sus partes posea una función específica y que, al trabajar en conjunto, obtengan como resultado la mente individual. Daniel Dennett, en su libro Dulces sueños, explicita este planteamiento; para el pensador norteamericano, no somos sino una enorme colección de distintos tipos de células, cada uno de ellos especializado en una labor en particular: “cada uno de nosotros está hecho de robots mecánicos y punto: no hay ingredientes no físicos, no robóticos en la receta de los seres humanos”[19]. El término “robot” utilizado por Dennett para referirse a las células no es gratuito; el filósofo recurre a él a partir de que “no hay una sola célula de las que forman parte de nosotros que sepa quiénes somos”[20].
PETA, por su parte, es muy claro en sus planteamientos:

Los "derechos del animal" indican que los animales no son nuestros para ser utilizados como comida, ropa, entretenimiento o experimentación. El bienestar del animal permite estos usos en la medida que se sigan ciertas pautas "humanitarias".
Los animales tienen derecho a la igualdad en la consideración de sus intereses. Por ejemplo, un perro seguramente tiene interés de que no se le inflija dolor innecesariamente. Nosotros, por lo tanto, estamos obligados a considerar ese interés y respetar el derecho del perro de que no se le cause dolor innecesariamente.Sin embargo, los animales no siempre tienen los mismos derechos que los humanos porque sus intereses no son siempre los mismos que los nuestros y porque algunos derechos serían irrelevantes para la vida de un animal.[21]

Y agregan:

[…] la incapacidad de un animal para entender y adherirse a nuestras normas es tan irrelevante como aquella incapacidad de un niño o una persona con una incapacidad de desarrollo. Los animales no siempre son capaces de elegir el cambio en su comportamiento, pero los seres humanos tienen la inteligencia para elegir entre un comportamiento que hiere a otros y un comportamiento que no.[22]

Para los miembros de PETA, si bien los animales no poseen razón humana, esto no hace de ellos máquinas. Si las bestias cuentan con derechos es porque los activistas desechan la razón como criterio de homogenización; el punto de igualdad, el común denominador es, así, la vida –algo imposible de establecer desde el criterio cartesiano. Por ello, es posible establecer derechos animales en consonancia con los derechos humanos.



Bibliografía

Brandom, Robert, Animating ideas of Idealism: a semantic sonata in Kant and Hegel, http://www.pitt.edu/~brandom/index.html

Davidson, Donald, Mente, Mundo y Acción. Claves para una interpretación, introducción de Carlos Moya, Paidós/I.C.E.-U.A.B. (Pensamiento contemporáneo, 20), Barcelona, 1992, 161 pp.

Dennett, Daniel C., Dulces sueños, Obstáculos filosóficos para una ciencia de la conciencia, traducido por Julieta Barba y Silvia Jawerbaum, Katz (Discusiones), Buenos Aires, 2006, 221 pp.

Descartes, René, Discurso del método. Meditaciones metafísicas. Reglas para la dirección del Espíritu. Principios de la filosofía, Estudio introductivo de las obras y notas al texto por Francisco Larroyo, Editorial Porrúa (Sepan cuántos…, 177), México, decimaoctava edición, 2001, 195 pp.

PETA, http://www.petaenespanol.com/acerca/faq.html

Ryle, Gilbert, El concepto de lo mental, introducción de Daniel C. Dennett, Paidós (Surcos, 4), Bercelona, 2005, 357 pp.

Weber, Max, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, introducción y edición crítica de Francisco Gil Villegas M., Fondo de Cultura Económica (Sección Obras de Sociología), México, 2003, 564 pp.


[1] Weber, Max, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, FCE, p.127.
[2] Rudolf Carnap, “La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje”, en Ayer, A. J., El positivismo lógico, FCE, 68-69 p.
[3] Descartes, Discurso del método, Editorial Porrúa, p. 9.
[4] Weber, Op. Cit., p. 128.
[5] Brandom, Robert, Animating ideas of Idealism: a semantic sonata in Kant and Hegel, http://www.pitt.edu/~brandom/index.html
[6] Weber, Max, Op. Cit., p. 458.
[7] Representar los adverbios como ‘Xmente’ lo tomé de John L. Austin.
[8] Descartes, Op. Cit., p. 10.
[9] Davidson, Donald, Mente, mundo y acción, Paidós-I.C.E.-U.A.B., p. 71.
[10] Descartes, Rene, Op. Cit., p. 11.
[11]Ibid, p. 9.
[12] Ibid, p. 19
[13] Ibid, p. 20
[14] Idem.
[15] La “psicología popular” engloba todas los conocimientos de corte psicológico que todos, en tanto hombres, tenemos a partir de nuestras experiencias cotidianas; de esta manera, la “psicología popular” es un cúmulo de conocimientos no científicos en torno a la mente, las sensaciones y los estados de ánimo.
[16] Ibid, p. 36.
[17] Idem.
[18] Ryle, Gilbert, El concepto de lo mental, Paidós, p. 29.
[19] Dennett, Daniel, Dulces sueños. Obstáculos filosóficos para una ciencia de la conciencia, Katz, p. 17.
[20] Idem, p. 16.
[21] http://www.petaenespanol.com/acerca/faq.html
[22] Idem.

John Locke: identidad y lenguaje

A continuación, presento un trabajo recién calificado.
El lenguaje y la identidad personal en John Locke

1. Presentación



Daniel Dennet escribe que, según confesión de Gilbert Ryle, Bertrand Russell solía decir: “John Locke inventó el sentido común” (Dennett 1995). Si bien semejante afirmación con respecto al empirista inglés resulta a todas luces hiperbólica, pone de manifiesto un hecho innegable: Locke incorporó el sentido común al proceder filosófico, instaurándolo, de una vez y para siempre, como base del esquema argumentativo angolsajón y angloamericano. Si bien resulta complicado establecer los parámetros con respecto a qué es el sentido común y hasta dónde ejerce su acción, su característica esencial es el poder ser constatado a través de la empiria; Locke, por ejemplo, define solidez: “Si alguien me pregunta ¿qué es la solidez? Lo remito a sus propios sentidos para que lo informen: tome entre sus manos un pedernal o un balón y trate de juntarlas, y así sabrá.”; y agrega, retando: “Si no le parece ésta una explicación suficiente de la solidez, qué cosa sea y en qué consiste, yo le prometo decirle qué cosa es y en qué consiste, cuando él me diga qué es pensar y en qué consiste” (Locke 2000).
En el presente trabajo, haremos una breve revisión de dos conceptos fundamentales para la armazón teórica de Locke: el lenguaje –las palabras, siguiendo al pensador inglés- y la identidad personal. Para Locke, las palabras se producen a partir de la experiencia y de la representación mental generada por ésta, es decir: la concepción del pensador inglés con respecto al lenguaje puede entenderse como mentalismo lingüístico. La identidad personal, por su parte, se identifica con la capacidad para enhebrar las vivencias personales en la memoria. A partir de ambos términos, y a la luz de dos filósofos de la mente contemporáneos –Daniel Dennett y Sydney Shoemaker-, intentaremos hacer un zurcido que dé como resultado un solo concepto.



2. Desarrollo

2.1. La identidad personal

Los pasos seguidos por John Locke para dar con aquello que es la identidad personal nos abren a muchas perspectivas a partir de las cuales podemos acercarnos a la actual filosofía de la mente. Así, el Capítulo XXVII del Libro segundo del Ensayo sobre el entendimiento humano da inicio con una definición general de aquello que es la identidad. Ésta es producto de la comparación no de ideas, sino del “ser mismo de las cosas” y se da “cuando, al considerar una cosa como existente en un tiempo y un lugar determinados, la comparamos con ella misma como existente en otro tiempo” (Locke, 2000). A partir de ello, no sólo se obtiene la idea de identidad sino, además y por vía negativa, la de diversidad. Como queda claro a partir de las palabras del pensador inglés, la identidad y la diversidad son ideas relativas al espacio y al tiempo. Sin embargo, lo que aquí nos compete es el ser vivo y, en especial, el hombre; así que en ello nos hemos de enfocar.
Conviene, para nuestro fin, revisar brevemente el concepto de principium individuationis o principio de individuación, el cual es definidp por Locke como “la existencia misma que determina un ser, de cualquier clase que sea, un tiempo particular y un lugar incomunicable a dos seres de la misma especie” (Idem). Ahora bien, siendo un objeto lo que es, debe continuar siendo tal en tanto no pierda sus partes; sin embargo, no ocurre lo mismo con los seres vivos por encontrarse su identidad “en otra cosa” que en la materia. En el caso de las plantas, la identidad no radica en la materia por no ser en éstas, como en el caso de los objetos, una mera unión de partículas; en el reino vegetal, lo determinante es la manera en que éstas se distribuyen y organizan para trabajar en conjunto. Así, la identidad de la planta se da a partir de la “vida común a todas las partes así unidas” (Ibid). Conviene que nos detengamos un momento en este punto. Para algunos filósofos de la mente, la conciencia, condición necesaria de la identidad, es el producto de una determinada organización de la materia dispuesta de tal modo que cada una de sus partes posea una función específica y que, al trabajar en conjunto, obtienen como resultado la mente individual. Daniel Dennett, en su libro Dulces sueños, explicita este planteamiento; para el pensador norteamericano, no somos sino una enorme colección de distintos tipos de células, cada uno de ellos especializado en una labor en particular: “cada uno de nosotros está hecho de robots mecánicos y punto: no hay ingredientes no físicos, no robóticos en la receta de los seres humanos” (Dennett, 2006). El término “robot” utilizado por Dennett para referirse a las células no es gratuito; el filósofo recurre a él a partir de que “no hay una sola célula de las que forman parte de nosotros que sepa quiénes somos” (Ibid). Con lo dicho, seguramente se nos dirá: ¿por qué relacionar la identidad de las plantas con el problema en torno a la identidad del hombre? Como irá manifestándose en el desarrollo subsecuente, se podrá ver que, para diversas teorías de la mente, las identidades planteadas por Locke repiten el esquema aristotélico de los seres vivos: la distinción entre los diversos grados de la vida no implica la escisión entre uno y otro, sino la subsunción del estrato inferior en el superior. De esta manera, las características de la vida vegetal y animal están presentes en el hombre pero con la adición de un elemento inherente a lo humano. Así, las identidades de los diversos seres vivos de Locke pueden entenderse como una suma de elementos. Una vez aclarado este punto, continuemos.
La identidad animal, por otra parte, no se limita a la funcionalidad de las partes sino que, además, integra al movimiento, un movimiento adecuado a la distribución de partes y que comienza con éstas por proceder del interior del animal –y este punto lo distingue de las máquinas, las cuales reciben la fuerza motriz del exterior.
Para establecer la identidad del hombre se requieren diversos elementos; la primera de éstas es “la participación de la misma vida, continuada por partículas de materia constantemente fugaces, pero que, en esta sucesión están vitalmente unidas al mismo cuerpo organizado” (Locke, 2001). Este es un punto interesante porque, como se puede ver, Locke es consecuente con lo mencionado anteriormente: el hombre, al integrar en sí las características de los seres vivos “inferiores” a él, depende, para ser lo que es, de la materia. Y no sólo de ésta, sino también de la forma, de la figura de hombre. Locke ejemplifica, con miras a cerrarle la boca a quienes reducen al hombre a su pensamiento, con el extraño caso de un cotorro quien no sólo hablaba sino, además, emitía juicios propios. Como bien asegura el pensador inglés, un ave semejante no puede ser llamada “hombre”, a pesar de su capacidad de raciocinio: carece, llanamente, de figura humana.
Después de todo el camino trazado hemos llegado, por fin, a la identidad personal. Locke define persona como:

[…] un ser pensante inteligente dotado de razón y de reflexión, y que puede considerarse a sí mismo como el mismo, como una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares; lo hace tan sólo en virtud de tener conciencia, que es algo inseparable del pensamiento y que, me parece, le es esencial, ya que es imposible que alguien perciba sin percibir lo que percibe (Ibid).

Locke, así, entiende por persona a aquel hombre que piensa, intelige, está dotado de razón y de reflexión; es decir, que posee la capacidad de pensar, en términos generales, de aprehender las representaciones del entorno, de razonar con ellas, de reflexionar sobre sí y, a partir de este movimiento, identificarse a sí mismo como tal; y así, a partir de esta identificación de su porpio “yo”, proyectarlo –y proyectarse- hacia diversos tiempos. En su artículo “La personas y su pasado” (Shoemaker, 1981), Sydney Shoemaker intenta hacer una apología esta definición de persona hecha por Locke, tomando como centro de ésta el hecho de que la persona “pueda considerarse a sí mismo como el mismo, como una misma cosa pensante, en diferentes tiempos y lugares”. Para Shoemaker, la persona es tal –conciente e individualizada- a partir de la concatenación existente entre la conciencia de sí y la capacidad de proyectar ésta sobre los diversos tiempos. Así, con respecto al pasado, el filósofo norteamericano considera que esta es una “vía de acceso especial” de las personas a su propia historia. De este pasado pueden hacerse dos afirmaciones: 1) para que la persona pueda afirmar como verdadero un suceso, debió experimentarlo; 2) las afirmaciones en primera persona con respecto a este pasado son inmunes a lo que Shoemaker llama “error de identificación”, es decir: es imposible que me equivoque con respecto al hecho de que yo fui quien hizo algo. Este pasado personal, además, determina la imagen que el individuo posee de sí mismo; y el futuro, por su parte, provee al individuo de esperanzas y temores.
¿Qué relación tiene todo esto con el lenguaje? El lenguaje, para Locke, tiene su origen en la capacidad de abstracción. Explicamos: a partir de la experiencia directa con objetos particulares, la mente abstrae cualidades generales, ideas, y la palabra será aquella que englobará clases de particulares. Así, el lenguaje es el parámetro a partir del cual los objetos se pueden clasificar según su esencia nominal. Como puede inferirse, entre palabra y cosa media la idea; el referente real de una palabra no es, entonces, el objeto sino la idea que éste genera, idea con características meramente individuales, pero que puede ser compartida a nivel intersubjetivo a partir de la convención del lenguaje.
Ahora bien, la pregunta a plantearnos es: ¿cómo nos representamos nuestro pasado? A partir de imágenes, sin duda, pero, esencialmente a partir de lenguaje, a partir de emisiones lingüísticas. Para que nuestro pasado pueda ser nuestro pasado debe ser volcado a la coherencia del lenguaje, pues éste ha de brindarle el sentido de individualidad y de identidad personal a las vivencias pretéritas. Además, según nos parece, la identidad personal no sólo se fundamenta en el reconocimiento que hacemos de nosotros mismos siendo nosotros, sino, también a partir del reconocimiento que el entorno social hace de nosotros. Y la manera de proyectarnos ante el entorno es a partir de nuestro discurso hacia él, de mostrar a los otros quiénes hemos sido, quiénes somos y hacia dónde nos proyectamos a futuro, todo ello, por supuesto, vertido en el medio intersubjetivo por excelencia que es el lenguaje. Somos, pues, materia organizada de manera funcional con movimiento y volición que puede pensarse a sí misma y proyectarse al mundo a partir del lenguaje que, si bien hace eco de las ideas, las clasifica y, a partir de ello, las hace ser lo que son.



3. Conclusión

En su ensayo “El conocimiento de la propia mente”, Donald Davidson recuerda el caso de una niña que, ante la sugerencia de que pensase las cosas antes de decirlas, espetó: “¿Cómo puedo saber lo que pienso hasta ver lo que digo?” (Davidson, 1992). La afirmación, además de provocarnos una sonrisa, nos plantea diversas interrogantes. La pregunta, fuera del contexto infantil, bien podría ser formulada por algunos filósofos y se fundamenta sobre la relación entre pensamiento y lenguaje, así como sobre la urgencia por resolver teóricamente lo que está dado en la empiria: Si las palabras son la manifestación del pensamiento, es necesario dirigirse a éstas para poder clarificar aquello que ocurre en la mente. Conocernos a nosotros mismos implica, entonces, objetivarnos en nuestras palabras. No pensemos una relación entre cosas y lenguaje mediada por las ideas: antes bien, pensemos en un todo conformado por objetos, ideas y lenguaje, los cuales se entregan a un juego de dependencia recíproca.









Bibliografía


Davidson, Donald. 1992. Mente, mundo y acción. Barcelona: Editorial Paidós- I.C.E.-U.A.B.

Dennett, Daniel C. 1989. Condiciones de la cualidad de persona. México: UNAM-IIF.

---.1995. Darwin’s dangerous idea. New York: Simon & Schuster Paperbacks.

---. 2006. Dulces sueños. Obstáculos filosóficos para una ciencia de la conciencia. Buenos Aires: Katz Editores.

Locke, John. 2000. Ensayo sobre el entendimiento humano. México: Fondo de Cultura Económica.

Shoemaker, Sydney. 1981. Las personas y su pasado. México: UNAM-IIF.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Debate entre Dinesh D' Souza y Daniel C. Dennett

Debate entre un religioso y uno de los grandes exponentes de la Teoría computacional de la mente, llevado a cabo en 2007 en la Universidad de Tufts. Buenísimo.

El plagio y la crisis en la Educación Superior

Morris Berman, en su deslumbrante ensayo El crepúsculo de la cultura americana, hechó luz sobre el problema: la universidad contemporánea se encuentra en una profunda crisis. Hace un par de semanas, un problema de plagio oscureció a la Licenciatura en Filosofía de la UCSJ. Algunos días atrás, una profesora de Ciencias de la Comunicación y yo encontramos cuatro trabajos intersemestrales copiados textualmente de la Internet. Algunas horas atrás, un buen amigo mío, adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, me mostró un trabajo escolar sobre Hans Reichenbach calcado de la primera entrada de este blog.
Morris Berman, sociólogo e historiador norteamericano, seguidor de la línea de pensamiento neomarxista inaugurada por la Escuela de Frankfurt, señala que, en la actualidad, la Eduación Superior ha perdido la calidad que la caracterizaba. La demanda de profesionistas -y recordemos la importancia de la profesionalización para el Capitalismo, indicada por Max Weber- ha dado prioridad a la cantidad, en detrimiento de la calidad. Así, según señala el pensador estadounidense, la Universidad ha perdido su carácer académico para semejarse, cada vez más, a una empresa que "vende" títulos al por mayor. Ello no es difícil verlo. En mi universidad, por ejemplo, se tenía por ley la expulsión inmediata de todo aquel que cometiera plagio; sin embargo, dado el bajo número de alumnos de Filosofía, fue necesario que la Administración se mostrase más permisiva al respecto. ¿Por qué? Un alumno menos es una colegiatura menos.
Concluyo: en cierto modo, me resulta halagüeño que alguien considere mi crítica lo suficientemente buena como para plagiarla; sin embargo, esto no deja de ser un delito. Esta página esta hecha por un estudiante más, con todos los errores e imperfecciones que ello puede sucitar. Sin embargo, si comparto mis escritos por este medio es con la única finalidad de entablar un diálogo con el resto de personas interesadas en estas áreas. El plagio es, tal cual, una falta de respeto absoluta: quien plagia ofende al autor, al profesor y, en especial, a sí mismo. Plagiar quiere decir: "soy incapaz de leer un texto y dar mi opinión al respecto; carezco del intelecto, del trasfondo cultural y del interés para hacer un trabajo por mí mismo".
Lector: te agradezco que entres a esta página; resulta estimulante saber que hay otras personas interesadas en temas filosóficos. Además, es bueno saber que contamos con herramientas como la Internet para mantenernos en contacto e intercambiar ideas al respecto. Sólo te pido que NO COPIES LOS TRABAJOS QUE AQUÍ APARECEN. Soy un estudiante en formación y, por tanto, mis ideas aún son deficientes. Si así lo deseas, ejercitémonos juntos discutiendo puntos de vista o qué sé yo, pero te lo pido: no plagies nada de lo que aquí aparece. Si alguna de mis opiniones te sirve, cita la página y listo.

Descartes vive

Ayer, martes 10 de noviembre, se llevó a cabo el Seminario "Descartes vive", en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Como todo evento filosófico público, el Seminario tuvo deslumbrantes luces y profundas sombras. La presentación corrió a cargo del Doctor Alexandre de Pomposo y de Gerardo Allende. El profesor de Pomposo, como una y otra vez lo patenta, mostró su vasta erudición y su facilidad de palabra. Allende, por su parte, puso sobre la mesa las diversas problemáticas -contemporáneas todas ellas- fundadas sobre el pensamiento cartesiano. La primera intervención fue la del Maestro Adalberto de Hoyos, quien, para entusiasmo de aquellos que gustamos de la Filosofía de la mente y de las Ciencias Cognitivas, trazó algunas líneas del pensamiento norteamericano contemporáneo: Thomas Nagel, en su afamado ensayo "¿Cómo es ser un murciélago?", intenta defender el dualismo contra el reduccionismo fisicalista de Kripke, de Dennett y de otros promotores de la teoría computacional de la mente, según la cual la mente es producto del cerebro y, así, un determinado estado mental A se identifica con un estado cerebral A'.
En este punto, el Seminario dio un viraje hacia los terrenos de la Ética, de mano del Maestro Lutz Keferstein. Según apuntó el profesor, el Capitalismo se fundamenta en el egoísmo cartesiano (concuerdo con ello; en la siguiente entrada, expondré los puntos de contacto entre ambas posiciones). Además, Lutz mostró la incoherencia entre la epistemología y la ética cartesianas. En este punto hubo una breve discusión entre Keferstein y dos camaradas míos, Carlos Sierra y Rodrigo Munguía. Carlos consideró que no puede tomarse la Tercera parte del Discurso del Método como una exposición de la ética cartesiana, pues, a decir del filósofo francés, lo explicado en este punto corresponde a un proceder anterior a la formulación del Método. Además, Sierra hizo hincapié en la sumisión del Discurso... a la Metamática. Munguía, por su parte, señaló que el Yo cartesiano no se encuentra cerrado sobre sí a partir de la interpretación que de éste hace la Fenomenología de Husserl y de Maurice Merleau-Ponty: todo conocer es "conocer algo" de un mundo que está puesto para todos los sujetos cognoscentes. Un apunte: en esta discusión "alguien" lanzó un Hombre de paja y "otro" cayó en él... No diré nombres pero que quede constancia de la falacia y de la caída en ella -caída, por cierto, obligada por la risa de los participantes.
El Seminario, conforme fue transcurriendo, se separó cada vez más de Descartes hasta acercarse más y más a temas contemporáneos. Cabe resaltar la participación de Verónica N (perdón, no conozco su apellido), quien dio muestra de ser una experta en el tema.
Desde mi punto de vista, el Seminario fue bastante bueno, aunque faltó desarrollar un poco más el tema del dualismo. Además, y como ocurre en la gran mayoría -si no en la totalidad- de los seminarios y conferencias de Filosofía, el terreno se presta para la lucha de egos -muy cartesiana, ¿no? Jojojo.
P.D. Quienes se interesen en el texto de Thomas Nagel, podrán encontrarlo compilado en:
V.V.A.A., La naturaleza de la experiencia. Volumen I. Sensaciones, compilado por Maite Ezcurdia y Olbeth Hansberg, UNAM-IIF (Filosofía contemporánea, Serie antologías), México, 2003, 45-63 p.
O bien en (estoy pensando en Alfredo):
V.V. A.A., The mind's I. Fantasies and Reflections on Self and Soul, compilado por Daniel C. Dennett y Douglas Hofstadter, Basic Books (Paperback), New York, 2000, 391-403 p.

viernes, 6 de noviembre de 2009

La llegada de los bárbaros

En Chicago, un grupo de pandilleros menores de edad asesina a golpes a un joven de dieciséis años. En Buenos Aires, durante el partido entre River Plate y Arsenal, un conflicto interno entre los fanáticos de River deja varios heridos, uno de ellos en estado de coma, con múltiples fracturas de cráneo y exposición de la masa encefálica. Ayer, en la Ciudad de México, varios hospitalizados por traumatismo craneal tras el encuentro entre Aérica y Pumas, en el Olímpico Universitario. Hoy, en una de las tantas páginas de los grupos de animación de estos clubes("barras", según la terminología de estas masas argentinizadas que usan el voseo en sus cánticos), nos encontramos con frases cargadas de orgullo: "te ronpimos(sic) vidrios rtp(sic) te madreamos gallina en cabecera sur te partimos la cara" (http://www.pumasrebel.com.mx/). Una más: véase el siguiente vídeo (y pido precaución: se recomienda muchísimo estómago para verlo):
Esta es la denuncia gráfica hecha por un grupo de estudiantes del Instituto Politécnico Nacional en contra del porrismo. Póngase atención desde el 2:50 y obsérvese el resultado de lo ocurrido en el 3:30. Un grupo -diez, supongo-, todos ellos enfundados en camisetas deportivas, golpea indiscriminadamente a un hombre que yace en el suelo. Patadas y golpes con diversos objetos -entre ellos, un bote metálico de basura-. Después, el herido yace en el suelo, la mirada perdida; de la cabeza emana una gran cantidad de sangre, al punto que la pared que se encuentra tras de sí está tinta por completo. Podemos suponer lo que ocurrió después: este joven, por seguro, tuvo lesiones cerebrales; ¿la muerte? Es posible.
¿Cuál es el papel que juega la ética, como disciplina filosófica? ¿Debe describir los actos humanos o prescribir la manera en que éstos deben llevarse a cabo? El problema es interesante, incluso para la filosofía del lenguaje -y el "incluso" está de sobra. Como ocurre con en ámbitos lingüísticos, la Ética se debate entre la pasividad descriptiva y científica, y la ingerencia directa sobre los hechos.
Imperativo Categórico. Lo que se debe hacer por lo que se debe hacer inscrito en el corazón humano. El hombre como un universal y la fe en él y en sus actos. Y yo, aquí sentado, escribiendo y preocupándome por comprender a cabalidad la sustituibilidad en Carnap y el combate de Quine contra los dogmas empiristas.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Algunas líneas sobre el Imperativo categórico

Alemania a finales del siglo XVIII; tres jóvenes, estudiantes en el Seminario de Tubinga y grandes entusiastas de las ideas libertarias inspiradas por la Revolución francesa, comentan, a la media noche y con voz entrecortada, la Crítica de la Razón Práctica, de Immanuel Kant. La escena pende entre la cotidianeidad y el romanticismo; sin embargo, una vez que conocemos los nombres de cada uno de estos muchachos y sus futuros destinos, la imagen se torna estremecedora: uno de ellos, Friedrich Hölderlin, el más joven de los compañeros de habitación, creador de una de las obras poéticas más deslumbrantes de la historia literaria, terminará sus días en un manicomio; otro, Friedrich Schelling, llevará el estigma de haber robado la mujer a uno de sus preceptores y, como si de un castigo se tratase, se verá condenado a iniciar una y otra vez su sistema sin lograr completarlo jamás; el último de ellos, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, escapará al destino trágico de sus dos camaradas y se encumbrará, sobre la historia del pensamiento, como uno de los más brillantes filósofos que el mundo haya visto. En 1793, los tres genios concluyen sus estudios y es en ese mismo año que Hegel da inicio a uno de sus textos más singulares y poco conocidos: La historia de Jesús. En esta extraño manuscrito, cuyas primeras palabras son: “La razón pura, incapaz de cualquier limitación, es la divinidad misma”, el Hijo de Dios, el Verbo Encarnado, se despoja de todo resabio mítico para convertirse en un hombre, en el hombre ilustrado que desde lo alto del monte clama al pueblo: “Mostraos como luz del mundo, de tal manera que vuestros actos iluminen a los hombres y que inflamen lo mejor que en ellos habita […] Actuad con una máxima tal que podáis querer que, como ley universal entre los hombres, valga también para vosotros”; y le enseña a orar el Padre Nuestro inyectado de kantismo: “Padre de los hombres, a quien todos los cielos están sometidos, sé tú, Santísimo, la imagen que tengamos presente, a la que aspiremos a aproximarnos para que un día pueda llegar tu reino, en el que todos los seres racionales hagan de la ley la única regla de sus acciones”.
El “Evangelio según Hegel” se construye sobre varios conceptos patentados en Königsberg: razón, sociedad y, claro está, imperativo categórico, tema que en esta breve reflexión nos ocupa.
Hablar del imperativo así, sin más, es un absurdo; necesitamos, por principio establecer que, para Kant, la Razón lo rige absolutamente todo y por encima de todo está. La Razón es, entonces, no sólo un concepto ineludible del sistema kantiano; es, desde su perspectiva, la realidad primordial que trasciende los límites de la empiria, de lo que es, para llegar hasta lo que debería de ser. La Razón no debe considerarse dentro de un marco epistemológico; por el contrario, adquiere tintes ontológicos en lo que al humano se refiere. Explicamos: para Kant, los objetos, como tales, son inaccesibles y lo que en verdad conocemos de ellos es la relación establecida entre éstos y la razón. Así, los objetos mismos son –o, mejor, son para el hombre- en la medida en que la razón se vuelca hacia ellos. Y el carácter ontológico de la Razón no para ahí: la Razón, una y la misma, es el común denominador de todos los hombres y, justo a partir de esta igual distribución, podremos entrar de lleno a los terrenos del Imperativo categórico; sin embargo, antes de proseguir, nos gustaría detenernos un momento en el carácter ontológico de la Razón y preguntar: ¿hasta qué punto pudo influir la sofística en Immanuel Kant? Los sofistas, más allá de la fama negativa que Platón les diera, poseyeron una importancia radical a partir de sus ideas. Si bien jamás constituyeron una escuela, sí compartieron una distinción fundamental: la dicotomía nomos-physis, es decir, lo existente por convención y lo existente por naturaleza. Ahora bien, pensemos en la famosa frase de Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas, tanto de lo que es como de lo que no es”. ¿Cómo podemos interpretar esta proposición, a la luz de la distinción entre lo convencional y lo natural? Analicemos, por principio, la oración dada: tenemos un sintagma nominal, “el hombre”; y un sintagma verbal conformado por un verbo copulativo, “es”; y un Objeto directo integrado por dos elementos, “la medida de todas las cosas” y “tanto de lo que es como de lo que no es”, el segundo de estos supeditado al primero. Tenemos, entonces, que entre “hombre” y “medida de todas las cosas” se establece una relación de sinonimia: ser hombre es ser la medida de todas las cosas, siendo éstas la expresión de ser y de no-ser. Se entiende, entonces, que las cosas son siempre cosas para el hombre, que las cosas son siempre en función de la acción racional y perceptiva del hombre sobre ellas. El hombre no es razón pasiva que recibe impresiones externas: el hombre mide, ejerce su poder, es el elemento activo en una relación ininterrumpida y siempre dada; relación que conlleva, implícito, el juicio que discierne lo que es de lo que no es. Como vemos, los ecos sofísticos son más que audibles en el palacio kantiano. Antes de seguir, falta resolver una interrogante: ¿Cómo se relaciona esto con la distinción nomos-physis? La respuesta puede resultar exagerada, a primera vista, pero será nuestra puerta de entrada al Imperativo categórico: lo convencional y lo natural se subsumen en el hombre; lo que es más: la distinción misma es un producto humano. La physis se muestra tal a partir de la percepción y del juicio humano; el nomos es, por entero, una elaboración de la actividad del hombre y de su común acuerdo. En este marco sofista-kantiano, ¿dónde puede categorizarse la ley?
La Ley moral, el Imperativo categórico, es inherente a la Razón. Ambas, invisibles, están siempre presentes en el actuar humano. Con lo mencionado hasta este momento, aparece un punto flaco en el planteamiento del filósofo de Königsberg: si lo que se muestra no es el objeto, el nóumeno, sino el fenómeno, la relación entre éste y la razón, ¿cómo debe entenderse la investigación kantiana en torno a la Razón y al Imperativo categórico? Es decir: al momento de ser estudiadas, ambas condiciones, ambos fundamentos de la acción del hombre sobre el mundo devienen, al objetivarse, conceptos –primera deformación- y, al ser pensados, no son aprehendidos en cuanto lo que son sino a partir de la relación con la Razón misma –segunda deformación. Esta dificultad es exactamente la misma que Wittgenstein encuentra al momento de querer reflexionar en torno al lenguaje y a la lógica: ¿Cómo hablar del lenguaje con el lenguaje mismo? ¿Cómo hablar de la lógica si ésta está ya presente en el discurso que intenta describirla? La única salida es, para el vienés, un imposible: la creación de un metalenguaje que, para poder ser estudiado, requeriría de un metametalenguaje…
Fuera de esta aporía, hay un planteamiento deslumbrante en la noción del Imperativo categórico: éste va aparejado con su expresión lingüística –“Actúa de tal modo que tus acciones puedan convertirse en máxima universal”. Si bien los hombres compartimos, en terrenos noéticos, una y la misma razón, esto sólo se hace patente a partir de la intersubjetividad, cuya principal y más excelsa vía es el lenguaje. Así, es comprensible que el Imperativo categórico, principio que debería mediar las relaciones entre los hombres, cobre forma verbal. Además, se transparente, con ello, el por qué Hegel eligió una figura como la de Jesús para encarnar al hombre kantiano: el Ungido es, primordialmente, discurso: discurso ante los hombres, discurso dirigido a la comunidad -incluso, discurso sólo existente a partir de ésta.
Para dar fin a esta ínfima reflexión, sólo apuntaremos un par de cosas más: el carácter ideal del Imperativo kantiano –“ideal” en el sentido no-filosófico del término. La Ley moral se entiende como Deber ser; bien, sin embargo, repetimos con el Hegel de madurez: el problema del Deber ser es que no es. Lo que debería ser es un pospretérito que refiere a acciones posibles, mas no a acciones dadas; así, ¿cómo puede, entonces, el Imperativo categórico ser evaluado a partir de las Categorías de verdad? ¿Cómo hemos de hablar de algo que no es? Además –y en este punto apelamos a las vivencias cotidianas- ¿en verdad los hombres siguen el Imperativo? O, para ponerlo en los términos ya estipulados, ¿en verdad los hombres seguirían el Imperativo?

Bibliografía

HEGEL, G.W.F., Historia de Jesús, introducción y versión castellana de Santiago González Noriega, Taurus (Ensayistas, 138), Madrid, segunda edición, 1981, 125 pp.

martes, 27 de octubre de 2009

Entrevista de Brian Magee a W. V. O. Quine

Presentamos una excelente entevista realizada hace bastantes años a uno de los más grandes pensadores del siglo XX, Willard Van Orman Quine. En ella, el lógico norteamericano expone sus ideas más generales en torno a los temas fundamentales de la filosofía. Échenle un ojo, no se arrepentirán.

John Langshaw Austin, "Un alegato en favor de las excusas"

Un regalo de Día de Muertos: la traducción de "Un alegato en favor de las excusas", del pensador inglés John Langshaw Austin. Es muy difícil dar con el texto en español, a pesar de ser uno de los más importantes producidos por la Escuela del Lenguaje Ordinario. No duden en hacer observaciones y sugerencias a mi trabajo de traducción; todas ellas serán bienvenidas.
***
Un alegato en favor de las excusas
John Austin

El tema del presente texto, las excusas, no será desarrollado sino sólo introducido, y no iremos más allá de este límite. Es, o debería ser, el nombre de una rama completa, incluso una rama subdividida de la filosofía o, por lo menos, un estilo de hacer filosofía. Por consiguiente, intentaré, por principio, exponer cuál es el tema, por qué vale la pena estudiarlo y cómo debe ser estudiado, todo esto a nivel lamentablemente elevado; después ilustraré, con detalles más agradables pero inconexos, los métodos a utilizar, así como sus limitaciones y algunos de los inesperados resultados que se esperan obtener y las lecciones a aprender de ello. Una buena parte del atractivo y de lo instructivo de un estudio semejante, procede de trazar la estructura de los lenguajes grupales, de cazar las minucias y, para hacerlo, no puedo menos que incitarlos. Debo al tema mencionado el poder decir que la filosofía me parece, desde hace tiempo, algo que a menudo piensa y realiza, de manera estéril, el placer del descubrimiento, las delicias de la cooperación y la satisfacción de llegar a un acuerdo.
¿Cuál es, entonces, el tema? Utilizo la palabra “excusas” para un título, pero sería imprudente “congelar” demasiado pronto a este sustantivo y al verbo que le acompaña: de hecho, por algún tiempo yo solía utilizar “atenuación” en su lugar. Sin embargo, en general “excusa” es probablemente el término central y de mayor amplitud en el terreno, pues incluye en sí otros de importancia –“alegato”, “defesa”, “justificación” y otros. ¿Cuándo, entonces, “excusamos” nuestra conducta, la propia y la de los demás? ¿Cuándo se profieren las “excusas”?
En general, la situación es aquella en la cual alguien es acusado de haber hecho algo, o (si resulta más prolijo) cuando a alguien se le dice que ha hecho algo malo, incorrecto, inepto, inoportuno, o alguna otra de las numerosamente posibles formas adversas. Por consiguiente, él o alguien que esté a su favor tratarán de defender su conducta o de desembarazarlo de ella.
Una de las maneras de proceder consiste en admitir llanamente que él, X, llevó a cabo esa acción, A, pero arguyendo que ésta fue buena, correcta, sensata o, por lo menos, aceptable; o bien en general, o bien en las circunstancias particulares de la ocasión. Seguir esta línea es justificar la acción, dar razones de lo hecho: no es descarase, glorificarse o algo semejante.
Otra manera diferente de proceder es el admitir que lo llevado a cabo no fue algo bueno, pero argumentando, a la vez, que no es justo o correcto decir sólo “X hizo A”. Diremos que no es justo afirmar, simplemente, que X lo hizo; tal vez él se encontraba bajo la influencia de alguien o era presionado. O, también, no es justo decir sólo que él hizo A; tal vez fue un error parcialmente accidental o no intencionado. O no es justo decir con llaneza que él hizo A –él, en realidad, llevaba a cabo algo muy diferente y A fue sólo incidental, o él observaba al hecho de una manera muy distinta. Naturalmente, estos argumentos pueden combinarse, traslaparse o encontrarse unos con otros.
En la primera defensa, brevemente, aceptamos la responsabilidad pero negamos que el hecho sea malo; en la segunda, admitimos que fue malo pero no aceptamos la responsabilidad de forma parcial o, incluso, completa.
Por lo general, las justificaciones pueden distinguirse de las excusas, y no me sentiré muy deseoso por hablar acerca de ellas pues han disfrutado de la atención filosófica más allá de lo que les corresponde… Ciertamente, las dos pueden ser confundidas y puede parecer que se encuentran muy cercanas, incluso si ellas, tal vez, no lo están. “Tiraste la bandeja del té”. “Sin duda, pero estaba por sufrir+ una crisis nerviosa”; o “Sí, es que había una avispa”. En cada caso, la defensa insiste, con solidez, en una descripción completa del evento en su contexto; la primera es una justificación, la segunda una excusa. Ahora bien, si la objeción utiliza un verbo peyorativo como “asesinar”, éste podría encontrarse en un terreno en el cual el asesinato fue llevado a cabo en batalla (justificación) o en el cual fue un accidente provocado por la imprudencia. Puede argumentarse que no utilizamos los términos “justificación” y “excusa” tan cuidadosamente como deberíamos; una miscelánea de términos aún menos claros, tales como “atenuación”, “paliación”, “mitigación”, se suspenden con dificultad entre lo que es en parte justificación y en parte excusa; y cuando, por ejemplo, clamamos que ello es una provocación, hay una incertidumbre genuina o ambigüedad con respecto a lo que queremos decir -¿Él es parcialmente responsable porque despertó en mí una pasión violenta, de manera que no fui verdadera y meramente yo actuando “voluntariamente” (excusa)? ¿O más bien, habiéndome hecho él semejante herida, tuve derecho a vengarme (justificación)? Tales dudas muestran la urgencia por clarificar el uso de estos términos. Las defensas que por conveniencia he catalogado como “justificación” y “excusa” son tan distintas por principio que apenas podrá dudarse de ellas.
Esta es, pues, la clase de situaciones que debemos considerar como “excusas”. Un poco más allá, sólo apuntaré cuánta amplitud pueden abarcar. Por supuesto, debemos considerar los elementos opuestos a las “excusas” –las expresiones que incriminan, tales como “deliberadamente”, “a propósito” y demás, sólo por la razón de que una excusa, con frecuencia, toma la forma de refutación contra las mencionadas expresiones. Pero también tenemos que tomar en cuenta un gran número de expresiones que, a primera vista, no se muestran tanto como excusas sino como acusaciones –“torpeza”, “falta de tacto”, “descuido” y otras semejantes. Hay que recordar que unas cuantas excusas nos liberan por completo: en una mala situación, la excusa promedio nos saca sólo del fuego pero no de la sartén –y la sartén sigue, claro, sobre el fuego. He roto tu vajilla o tu romance, tal vez la mejor defensa que puedo encontrar consiste en aludir a la torpeza.
¿Por qué, si esto son las excusas, deberíamos preocuparnos por investigarlas? Podría ser una razón suficiente el hecho de que su producción siempre ha estado inmiscuida en las actividades humanas. Pero para la filosofía moral en particular, un estudio de ellas contribuirá de maneras especiales; en ambos casos, irán dirigidas positivamente hacia el desarrollo de una versión cautelosa y actual de la conducta, y negativamente hacia la corrección de teorías viejas y precipitadas.
En Ética, supongo, estudiamos lo bueno y lo malo, lo correcto y lo erróneo, y esto debe encontrarse conectado, en buena medida, con la conducta o las acciones. Pero antes de que consideremos qué acciones son buenas o malas, correctas o erróneas, lo propio es considerar primero qué se quiere significar y qué no, y qué se incluye y qué no en la expresión “llevar a cabo una acción” o “hacer algo”. Estas son expresiones que han sido muy poco examinadas en sí mismas y por sus propios méritos, tal y como ocurre con la noción general de “decir algo”, la cual ha sido estudiada muy someramente por la lógica. Es verdad que ahí en el fondo hay una idea vaga y reconfortante según la cual, después de todo, en el último análisis, llevar a cabo una acción puede reducirse a realizar movimientos físicos con partes del cuerpo; pero esto sería tan verdadero como afirmar que decir algo, en su último análisis, puede reducirse a hacer movimientos con la lengua.
El punto de partida del sentido, y no digamos del juicio, es darse cuenta que “hacer una acción”, tal y como se utiliza en filosofía[1], es una expresión altamente abstracta –es un sustituto utilizado en lugar de cualquier (¿o casi cualquier?) verbo con un sujeto, de la misma manera en que “cosa” es el sustituto de cualquier (o, cuando recordamos, casi cualquier) sustantivo, y “cualidad” es el sustituto del adjetivo. Por seguro, nadie confía en semejantes tonterías de manera por completo implícita, por completo indefinida. Aún notablemente, es posible llegar a la idea o derivarla hacia una metafísica sobresimplificada a partir de la obsesión con las “cosas” y sus “cualidades”. De manera semejante, nos dejamos engañar por el mito del verbo, menos conocido en estos tiempos semi-sofisticados. No tratamos más a la expresión “hacer una acción” como el sustituto de un verbo con un sujeto, para el cual no hay dudas en otros casos, y podríamos obtener más si el alcance de los verbos no permaneciese sin especificarse, sino como una descripción autoexplicativa y terrena, una que condujese adecuadamente hacia la apertura de las características esenciales de todo aquello que se muestra de él tras una simple inspección. Apenas notamos, incluso y por más que nos irritemos, las excepciones más patentes y las dificultades (¿Es pensar algo, decir, algo, intentar hacer algo, llevar a cabo una acción?), que se encuentran en las “embriagueces de las grandes profundidades”, tales como si las llamas con cosas o eventos. Así, con facilidad pensamos que, tanto nuestro comportamiento como la vida entera, consiste en hacer ahora una acción A, después una acción B, más tarde una acción C, y así sucesivamente, al igual que en otros momentos hemos llegado a pensar en el mundo como esta, esa u otra cosa sustancial o material, cada una con sus propiedades. Todas las “acciones” son, en tanto tales (¿significando qué?), iguales; constituyen el ganar una disputa al encender cerillos o ganar una guerra con estornudos: peor aún, las asimilamos a los casos supuestamente más obvios y sencillos, tales como enviar una carta o mover los dedos, justo a la manera en que asimilamos todas las “cosas” a caballos o camas.
Si hemos de continuar utilizando esta expresión en una filosofía sobria, necesitamos formular preguntas como: ¿Estornudar es llevar a cabo una acción? ¿Lo es respirar, ver, hacer un jaque? Rápidamente: ¿Para qué gama de verbos, como los usados en qué ocasiones, “hacer una acción” es un sustituto? ¿Qué tienen éstos en común y de qué carecen los excluidos con severidad? Una vez más, debemos preguntarnos cómo es que decidimos cuál es el nombre correcto para “la” acción que alguien llevó a cabo –y cuáles son, también, las reglas para el uso de “la” acción, “una” acción [considerado “una” tanto en el sentido de artículo indeterminado y como de adjetivo], una “parte” o una “fase” de la acción, entre otras preguntas de este tipo. Además, es necesario tomar en cuenta que incluso las acciones llamadas “más simples” no son tan simples –con certeza, no son la mera realización de movimientos físicos; y el preguntar, entonces, qué más conlleva (¿Intenciones? ¿Convenciones?) y qué no, y cuál es el detalle de la complicada maquinaria interna que utilizamos en “actuar” –las aprehensiones de la intelección, la apreciación de la situación, la invocación de principios, la planeación, el control de la ejecución y el resto.
El estudio de las excusas puede echar luz de dos maneras sobre estos problemas fundamentales. Por principio, examinar las excusas es examinar casos en los cuales ha ocurrido una anormalidad o una falla; de esta manera, lo anormal arrojará luz sobre lo normal, ayudándonos, así, a ir más allá del velo de la facilidad y la obviedad que oculta los mecanismos del acto natural y exitoso. Al instante queda claro que las averías signadas por las diversas excusas son de tipos radicalmente diferentes, y afectan distintas partes o etapas de la maquinaria, las cuales son distinguidas y separadas para nosotros por las excusas. Además, aparece el hecho de que no todos los errores ocurren en conexión con todo aquello que puede ser llamado “acción”, que no toda excusa se adapta con un determinado verbo –algo muy remoto, en ralidad-; y esto nos provee de pautas para introducir alguna clasificación en la vasta miscelánea de las “acciones”. Si las clasificamos de acuerdo a la selección particular de errores a los cuales cada una de ellas es propensa, esto debería asignarles lugares en alguna familia, en algún grupo de acciones o en algún modelo de la maquinaria del actuar.
En un camino de este tipo, el estudio filosófico de la conducta puede dirigirse hacia un fresco y positivo comienzo. A la vez, y un poco de manera negativa, un número de errores tradicionales en este campo podrían ser resueltos o eliminados. El primero de ellos sería el de la Libertad. Mientras ha sido la tradición el presentarlo como el término “positivo” que requiere dilucidación, existe la duda de que el decir que hemos actuado “libremente” (en el uso de los filósofos, el cual se relaciona sólo vagamente con el uso cotidiano) es sólo decir que no hemos actuado de manera no-libre, en una u otra de las muchas y heterogéneas formas de actuar de tal modo (bajo coacción o no). Así como ocurre con “real”, “libre” es sólo utilizado para excluir la sugerencia de algunas o de todas sus reconocidas antítesis. Así como “verdad” no es el nombre para una característica de las afirmaciones, “libertad” no es el nombre para una característica de las acciones, sino el nombre de una dimensión en la cual las acciones son afirmadas. Al examinar todas las formas en las cuales cada acción no sería “libre”, es decir, los casos en los cuales no sería posible decir simplemente “X hizo A”, esperamos eliminar el problema de la Libertad. A Aristóteles se le ha reprochado una y otra vez por hablar de excusas y alegatos, pasando por alto el “verdadero problema”; en mi caso, fue hasta que miré lo injusto de estas acusaciones que me interesé por primera vez en las excusas.
Hay mucho por decir con respecto a la visión según la cual, más allá de la filosofía tradicional, la Responsabilidad sería un mejor candidato para el papel que se le ha asignado a la Libertad. Si el lenguaje ordinario ha de ser nuestra guía es para evadir la responsabilidad, la completa responsabilidad, de que casi siempre proferimos excusas – yo mismo he usado la palabra en este sentido. Pero, de hecho, “responsabilidad” tampoco parece apta en todos los casos: no evado exactamente la responsabilidad cuando apelo a la torpeza o la falta de tacto cometidas, ni cuando digo que lo hice con falta de disposición o con renuencia, y menos aún si afirmo que, dadas las circunstancias, no tuve opción: en este caso, estuve obligado y tengo una excusa (o justificación) y aún podría aceptar cierta responsabilidad. Podría ser, entonces, que al menos dos términos clave, Libertad y Responsabilidad, resulten necesarios; la relación entre ambos no es clara, y podría esperarse que la investigación de las excusas juegue un papel importante en su clarificación.
Demasiados caminos, entonces, sobre los cuales podría arrojar luz el estudio de las excusas. Pero también hay razones por las cuales es un tema atractivo desde el punto de vista metodológico, por lo menos si procederemos desde el “lenguaje ordinario”, es decir, examinando lo que deberíamos decir y cuándo, y el por qué y qué deberíamos significar con ello. Tal vez este método, por lo menos como un método filosófico, apenas requiere justificación en este momento –es muy evidentente que hay oro en esas montañas de alquitrán; más oportuno sería preocuparse por el cuidado y la minuciosidad necesarias si no se quiere generar una mala reputación. No obstante, haré una breve justificación.
Por principio, las palabras son nuestras herramientas y, como mínimo, deberíamos usar herramientas limpias; deberíamos saber lo que queremos decir y lo que no, y, de esta forma, prepararnos contra las trampas que el lenguaje nos pone. En segundo lugar, las palabras no son (excepto en su propio y pequeño rincón) hechos o cosas; por consiguiente, necesitamos forzarlas a salir del mundo, manteniéndolas aparte de éste; de esta manera, podremos reparar en su inadecuaciones y sus arbitrariedades, pudiendo mirar, así, al mundo una vez más sin pestañeos. Tercero, y más esperanzadoramente, nuestro surtido común de palabras encarna todas las distinciones que los hombres han considerado lo suficientemente importantes como para ser delineadas, y las conexiones más dignas de ser señaladas en la vida de muchas generaciones; éstas, seguramente, son más numerosas y sonoras desde que los hombres lograron imponerse contra la larga prueba de supervivencia del más apto; y más sutiles, por lo menos en los temas ordinarios y razonablemente prácticos, que los que tú o yo podemos pensar desde nuestro sillón en una tarde –el método alternativo más favorable.
En vista de la prevalencia del lema “lenguaje ordinario”, y nombres tales como “lingüística”, “filosofía analítica” o “análisis del lenguaje”, hay algo que es necesario enfatizar para evitar la incomprensión. Cuando examinamos lo que deberíamos decir y cuándo, así como qué palabras deberíamos utilizar en determinadas situaciones, no sólo estamos revisando palabras (o “significados”, lo que quiera que éstos sean), sino también las realidades para las cuales las utilizamos al hablar de ellas: utilizamos la fina nitidez de las palabras para pulir nuestra percepción de los fenómenos, si bien no son éstas su último árbitro. Por esta razón, me parece que sería mejor recurrir a un nombre menos confuso que los mencionados líneas atrás –por ejemplo, “fenomenología lingüística”, ello es una buena bocanada de aire fresco.
Usando, entonces, un método semejante, es claramente preferible investigar un terreno en el cual el lenguaje ordinario es rico y sutil, en tanto se encuentra dentro del apremiante tema de las excusas, mas no en el tema, por ejemplo, del Tiempo. A la vez, debemos preferir un terreno no tan trillado, empantanado y marcado por la filosofía tradicional; de lo contrario, incluso el lenguaje “ordinario” terminaría por infectarse tanto con la jerga de teorías extintas, como con nuestros propios prejuicios, a la vez que los apoyos proporcionados por nuestra visión teórica se verían sensiblemente frenados. Y en este caso, las excusas también constituyen un tópico admirable; por lo menos, podemos discutir las torpezas, la falta de conciencia, la desconsideración e incluso la espontaneidad, sin recordar aquello que Kant pensó al respecto; y progresar gradualmente, incluso, para discutir la deliberación sin recordar a Aristóteles, o el autocontrol sin Platón. Se da por sentado que nuestro tema, como hemos visto, puede colindar o ser análogo a algunos problemas centrales de la filosofía; de esta manera, satisfechos estos requerimientos, podemos saber qué sigue: un buen sitio para hacer trabajo de campo en la filosofía. En este punto, deberemos ser capaces de suavizarnos un poco y aceptar los descubrimientos, por pequeños que estos sean, y en aceptar cómo es que se alcanzan los acuerdos al respecto. Cómo es deseable que un trabajo de campo semejante pronto sea utilizado, por ejemplo, en la Estética; sólo si pudiéramos olvidarnos por un momento de la belleza, y prestar atención a lo exquisito y a lo desagradable.
Lo sé: hay, o se supone que hay, obstáculos para la filosofía lingüística, los cuales provocan desaliento, no sin regocijo y alivio, en aquellos que no están muy familiarizados con ella. Lo que hay que hacer con los obstáculos, así como con las ortigas, es arrancarlos y pasar sobre ellos. Mencionaré dos en particular, a partir de los cuales el estudio de las excusas podrá alentarnos. El primero de ellos es el obstáculo del “uso libre” (divergente o alternativo); el segundo la esencialidad de la “última palabra”. ¿Todos decimos las mismas cosas en las mismas situaciones? ¿Acaso no difieren los usos? Y, ¿por qué aquello que ordinariamente decimos debería ser la mejor forma, la única y la última de hacerlo? ¿Por qué, incluso, esto debería ser verdadero?
Bien, los usos de la gente varían; así, hablamos libremente y decimos cosas diferentes con aparente indiferencia, pero no tanta como la que, a primera vista, podría pensarse. Al prestar atención, queda de manifiesto que, en la gran mayoría de los casos, aquello que pensamos fue diferente de lo dicho y no fue así –simplemente, imaginamos la situación ligeramente diferente; lo cual es muy fácil de hacer pues, por supuesto, ninguna situación (y tratamos situaciones imaginarias) es descrita “por completo”. Mientras más imaginamos a detalle la situación, con una historia de trasfondo –y vale la pena emplear los significados más idiosincráticos e, incluso, aburridos, para estimular y disciplinar nuestras desdichadas imaginaciones-, menos nos encontramos en desacuerdo con aquello que deberíamos decir. No obstante, a veces no estamos de acuerdo: a veces debemos permitir un uso actual pero horroroso; a veces debemos usar una de dos descripciones posibles o, incluso, ambas. Pero, ¿por qué esto nos desanima? Todo lo que ocurre puede ser explicado por completo. Si nuestro uso no concuerda, podemos utilizar “X” donde usamos “Y”, o seguramente tu sistema conceptual es diferente del mío, sin embargo es muy parecido o, por lo menos, igualmente consistente y útil; así, podemos encontrar por qué no estamos de acuerdo –tú eliges clasificar de una manera, yo de otra. Si el uso es libre, es posible comprender la tentación que conduce hacia él, así como las distinciones que éste desvanece: hay descripciones “alternativas”, entonces la situación puede ser descrita o “estructurada” de dos maneras posibles, o tal vez de una si, para nuestros propósitos, las dos alternativas remiten a lo mismo. Un desacuerdo con respecto a lo que deberíamos decir no es blindaje alguno, por el contrario, debe ser superado: su explicación es difícil que no resulte iluminadora. Caer en la cuenta de que un electrón gira en sentido inverso es un descubrimiento, no una razón para tirar la física a la basura; de la misma manera, un hablante genuinamente libre o excéntrico no es sino un espécimen raro que debe ser apreciado.
Así como la práctica de aprender a tratar con esto, en el aprendizaje de rúbricas esenciales apenas podemos esperar ejercicios más prometedores que el estudio de las excusas. Esta es, seguro, el tipo de situación en la cual la gente diría “casi cualquier cosa”, porque está frenética o ansiosa por librarse de ello. “Fue un error”, “fue un accidente” –con qué facilidad puede esto aparecer como indiferenciado, e incluso se utiliza como si de iguales se tratase. De hecho, con una historia o dos, todo mundo estaría de acuerdo no sólo en que son completamente diferentes, sino que incluso descubrirían la diferencia por sí mismos, y lo que cada uno te los términos significa.
Con respecto a la última palabra: el lenguaje ordinario no clama por ser la última palabra, si es que existe algo semejante. Sin embargo, encarna verdaderamente algo mejor que la metafísica de la Edad de Piedra: esto es, la experiencia acumulada por muchas generaciones de hombres. Este cúmulo se ha concentrado primariamente en las relaciones prácticas de la vida. Si una distinción funciona bien para los propósitos prácticos de la vida ordinaria (y no quiero decir un “logro”, pues incluso la vida ordinaria está repleta de casos difíciles), entonces es seguro que ahí hay algo, lo cual no quiere decir nada; sin embargo, es bastante probable que no sea la mejor forma de arreglar las cosas si nuestros intereses son más amplios o intelectuales que de lo normal. Y una vez más, esa experiencia se ha derivado sólo de recursos disponibles para los hombres comunes a lo largo de gran parte de la historia de la civilización: no se la ha alimentado con fuentes como el microscopio y sus sucesores. Y también debe añadirse que la superstición, el error y las fantasías de todo tipo se incorporan al lenguaje cotidiano e, incluso, a veces permanecen en pie ante la prueba de la supervivencia (Y, cuando lo hacen ¿por qué no deberíamos detectarlas?). Queda claro, entonces, que el lenguaje ordinario no es la última palabra: en principio, siempre se la puede completar, mejorar o sustituir. Sólo recuérdese: es la primera palabra.
En este terreno, también las excusas resultan fructíferas. Aquí hay material lo suficientemente discutible e importante para todos, pues el lenguaje ordinario se encuentra en sobre sus dedos de los pies; pero también sobre su espalda tiene una pulga aún más grande, encarnada en la Ley, y ambas atraen la atención hacia una más, una pulga que crece con salud: esta es, la psicología. En la Ley hay un flujo constante de casos reales, más novedosos y tortuosos que aquellos que la sola imaginación puede concebir y que exigen decisiones –esto es, deben encontrarse, de alguna manera, fórmulas para ponerles un freno. Por lo tanto, es necesario ser cuidadoso pero también ser brutal para torturar, engañar y hacer caso omiso, lenguaje ordinario; aquí no se puede evadir u olvidar el asunto (En la vida diaria podemos hacer caso omiso a los enredos planteados por el tema del tiempo, pero no podemos hacerlo en física). La psicología no sólo provee nuevos casos sino que, además, produce nuevos métodos para observar y estudiar los fenómenos; además, y a diferencia de la Ley, tiene un interés imparcial en la totalidad de éstos y lleva en sí la marca de la decisión. De ahí su necesidad especial y constante por complementar, revisar y sustituir las clasificaciones tanto de la vida ordinaria como de la ley. Tenemos, entonces, un amplio material para aprender cómo manejar el obstáculo de la “última palabra” el cual, con todo, debe ser tratado.
Supongamos, entonces, que nos proponemos investigar las excusas. ¿Cuáles son los métodos y los recursos con los cuales contamos desde un principio? Nuestro objeto es imaginar la variedad de situaciones en las cuales proferimos excusas y examinar las expresiones que en ellas usamos. Si tenemos una imaginación vívida, así como una amplia experiencia con la negligencia, llegaremos lejos; sólo necesitamos un sistema; no sé cuántos de ustedes tengan una lista de los distintos tipos de tonterías que han hecho. Es aconsejable recurrir a recursos sistemáticos de ayuda, los cuales podrían ser, por lo menos, tres. Los enumero en orden de su disponibilidad para cualquier lego.
Primero, debemos utilizar un diccionario –uno conciso podría servir, pero es menester decir que se le usará con minucia. Se sugieren dos métodos, ambos un poco tediosos pero productivos. Uno consiste en leer el diccionario, haciendo una lista de todas las palabras que resulten importantes; esto no toma tanto tiempo como muchos suponen. El otro, en comenzar con una amplia selección de los términos obviamente relevantes y buscar cada uno de ellos en el diccionario: se encontrará que, en la explicación de los varios significados de cada uno, un número sorprendente de otros términos se dan cita, relacionados, si bien no en todos los casos, como sinónimos. Entonces, revisaremos cada uno de éstos, incluyendo cada vez más en nuestra bolsa de definiciones y, a medida que avancemos, será claro que el círculo comienza a cerrarse hasta estar completo; y en este punto, no daremos más que con repeticiones. Este método tiene la ventaja de agrupar los términos en conjuntos convenientes –pero, por supuesto, un buen trabajo dependerá de nuestra comprensión de la selección inicial.
Al trabajar con el diccionario, es interesante encontrar que un porcentaje elevado de términos ligados a las excusas muestran ser adverbios, un tipo de palabra que no ha gozado de tantas miradas filosóficas como el sustantivo, el adjetivo o el verbo; esto es natural pues, como ya hemos mencionado, el tenor de muchas excusas es el de “Yo lo hice pero sólo de una manera no llana como esa”, es decir, el verbo necesita modificarse. Además de los adverbios, hay palabras de todo tipo, incluyendo numerosos sustantivos abstractos, como “concepto erróneo”, “accidente”, “propósito” y otros de este tipo; y algunos verbos, los cuales poseen posiciones clave para agrupar las excusas en clases a un nivel elevado (“no poder ayudar”, “no pretender”, “no caer en la cuenta”, “intentar”, “pretender”). En conexión con los sustantivos, otra clase desatendida de palabras resulta prominente: las preposiciones. No sólo es importante, de manera considerable, qué preposición, de las muchas que hay, es utilizada con un determinado sustantivo, sino también qué preposiciones merecen ser estudiadas por sí mismas. Para la pregunta sugerida “¿Por qué los sustantivos están en un grupo gobernado por ‘bajo’, en toro por ‘sobre’, e incluso en otro por ‘por’ o ‘desde’, ‘que’ o ‘con’?”, resultaría decepcionante si se prueba que no existe razón para la existencia de estos grupos.
Nuestro segundo recurso sería, por supuesto, la ley. Ésta nos proveería de una inmensa cantidad de casos encontrados y de una lista útil de alegatos reconocidos, así como de análisis profundos de ambas. Nadie que pruebe esta fuente podrá tener la duda, me parece, de que la ley común, y en particular la ley de ----, son la más provechosa fuente. El crimen y la propiedad contribuyen con algunas adiciones, pero el--- es más comprensivo y flexible. Incluso en lo referente al delito, rama dura y antigua de la ley, es necesario tener mucha precaución con los argumentos del abogado y las decisiones de los jueces; siendo tan agudos como son, siempre debe tenerse en cuenta que, en los casos legales:
Existe el requerimiento fundamental de que una decisión sea tomada, una decisión blanca o negra –culpable o no culpable- para el demandante o el defensor.
Hay el requerimiento fundamental de que un cargo o acción, así como las declaraciones, se fundamenten en los procedimientos que, durante el curso de la historia, han sido aceptados por las cortes. Éstos son sólo unos cuantos estereotipos, en comparación con las acusaciones y defensas de la vida cotidiana. Además, muchos tipos de discusiones se encuentran más allá de la ley; son triviales o puramente morales -por ejemplo, la falta de consideración.
Existe el requerimiento general de que argumentemos tomando como base las decisiones judiciales. En la ley, esto posee un valor incuestionable, aunque puede conducir, ciertamente, a la distorsión de expresiones ordinarias.

Por razones como estas, conectadas y enraizadas en la naturaleza y la función de la ley, los abogados y los juristas son tan cuidadosos en dar a nuestras expresiones cotidianas los significados y aplicaciones ordinarias. Hay defensa y evasión, hay exageración y encierro, además de la invención de tecnicismos o de sentidos técnicos para términos cotidianos. Aún así, es una sorpresa continua el descubrir cuánto hay qué aprender de la ley. Hay que añadir que si una distinción trazada es lógica, aunque aún no esté reconocida por la ley, un abogado debe tomar nota de ella; no hacerlo resultaría peligroso –su oponente podría hacerlo.
Finalmente, la tercera fuente es la psicología, en la cual incluyo los estudios antropológicos y del comportamiento animal. En este punto, hablo aún con mayor temor que en el caso de la ley. Pero, por lo menos es claro que algunas variedades de comportamiento, algunos modos de actuar o algunas explicaciones de la puesta en práctica de ciertas acciones, las cuales son tomadas en cuenta y clasificadas por la psicología, no han sido observados aún por los hombres ordinarios ni encuentran lugar en el lenguaje común; ello hubiera ocurrido si estos modos de actuar contaran con mayor importancia práctica. Existe un verdadero peligro en el desprecio de la jerga psicológica, al menos cuando ésta intenta complementar, y algunas veces suplantar, el lenguaje de la vida ordinaria.
Con estos recursos y con la ayuda de la imaginación, será difícil que no lleguemos al significado de un gran número de expresiones y a la clasificación de una buena cantidad de acciones. Entonces podríamos comprender claramente mucho de lo que, anteriormente, sólo usábamos ad hoc. Debo agregar que la definición, la definición explicativa, debe encontrarse entre nuestros principales objetivos: no es suficiente mostrar cuán hábiles somos mostrando cuán oscuro es todo. La claridad, lo sé, tampoco es suficiente; tal vez llegará el momento en que nos involucremos en ello, cuando estemos a una distancia que permita ver con claridad lo conseguido hasta ese punto.

sábado, 17 de octubre de 2009

Redneck Stomp: Obituary en México




La presente entrada tal vez rompa con la línea seguida hasta este momento; si molesta de algún modo, agüiré lo afirmado por uno de mis profesores: "la analítica es el Death metal de la filosofía"; así, he aquí un malvado non sequitur y una muy intencionada falsa analogía "el Death metal es la analítica de la música".
Obituary es una banda insígne del Death ochentero de Florida. Sus dos primeros discos, Slowly we rot y Cause of death, son considerados pioneros en lo que se refiere a sonidos lentos y densos, aderezados con la voz poco común de John Tardy, más cercana al lamento que al tradicional grito gutural del metal duro.
Con veintiséis años de carrera, Obituary viene a México para promocionar su último acetato, Darkest Day. La fecha y el lugar: 31 de octubre en la afamada "catedral del metal", la preciosa y elegantísima Arena Adolfo López Mateos, en el Centro de Tlanepantla.

viernes, 16 de octubre de 2009

Sobre el método inductivo-deductivo

I

Sin lugar a dudas, no resulta exagerada la afirmación del filósofo inglés C. D. Broad: la inducción es “la ‘oveja negra’ de la filosofía” (Magee, 2000: 27). Considerado la marca epistemológica a partir de la cual el conocimiento alcanza el rango de ciencia, el método inductivo-deductivo ha sido objeto de la reflexión filosófica desde su formulación aristotélica hasta nuestros días; un buen número de filósofos de gran renombre –Francis Bacon o David Hume, por ejemplo- lo han exaltado o lo han tirado por tierra. Detengámonos un momento: las bastardillas utilizadas en la oración anterior no son gratuitas: es menester recalcar que, si bien el pensamiento filosófico ha tomado constantemente por objeto de especulación al método inductivo-deductivo, pocas veces lo ha hecho suyo a manera de proceso gnoseológico y ello por una razón bastante clara, razón que, hasta nuestros días, se encuentra en mesa de debate: ¿es posible proceder de una misma manera ante fenómenos físicos que ante objetos abstractos? ¿El estudio y la explicación de la naturaleza son equiparables con la investigación en torno al hombre? Ahora bien, el método inductivo-deductivo, como objeto especulativo, suele abordarse a manera de idea, es decir, en sí mismo y como pura abstracción; sin embargo, para el presente trabajo, aterrizaremos en una línea contemporánea de pensamiento que, dada su cercanía a la labor científica, nos permitirá verificar la manera en que la inducción-deducción trabaja dentro de las indagaciones filosóficas: hablamos de la llamada “nueva filosofía de la mente”. Así, pues, en el texto que ahora desarrollamos, comenzaremos por trazar un breve esbozo del método, así como de su más grande objeción: la “Guillotina de Hume”; a continuación, haremos una breve reflexión en torno a la viabilidad del método para la obtención de conocimientos filosóficos y, subsecuentemente y a manera de final, se echará alguna luz sobre el trabajo realizado dentro de los terrenos de la nueva filosofía de la mente, relacionando, así, la inducción-deducción con los enfoques temáticos, históricos y disciplinares.


II

Aristóteles, señala el erudito Ingemar Düring, aseguraba que “los métodos han de regirse en cada caso por el objeto de la investigación” (During, 2005: 48); las cosas, para el Estagirita, son la única voz a tomar en cuenta para la elaboración del saber; con semejante afirmación, el filósofo griego daba el primer paso para delinear la epagogé o Inducción, punto de partida en el camino hacia la obtención de conocimientos universales. Por epagogé se entiende “el ascenso de lo singular a lo universal” (136) y consiste, según señala Düring, en “aislar, con base en pocas observaciones, el factor que determina a un cierto fenómeno” (46). Según el planteamiento aristotélico, de la observación de particulares es posible abstraer características comunes y, de este modo, obtener una premisa mayor, la cual, a su vez, fungirá como basamento del siguiente método: el sylogismos o Deducción. La deducción consiste en derivar de un universal un conocimiento particular; es, en cierto modo, aquello que, en terrenos de la ciencia, obtendría el nombre de “comprobación”.
Como puede suponerse, la influencia ejercida por el pensamiento aristotélico hizo que el método inductivo-deductivo se instalara en la base de los conocimientos de la entonces llamada Filosofía natural, así como de la Lógica. Fue en el siglo XVII, con la publicación del Novum Organum, de Francis Bacon, que la Inducción alcanza su punto cumbre, al consolidarse como el único proceso a partir del cual es posible obtener conocimientos científicos. Sin embargo, el cuestionamiento más radical de su validez vendría de manos de otro pensador inglés: David Hume. El empirista inglés, en su Investigación sobre el entendimiento humano, menciona:

Con respecto a la experiencia pasada, sólo puede aceptarse que da información directa y cierta de los objetos de conocimiento y exactamente de aquel periodo de tiempo abarcado por su acto de conocimiento. Pero, ¿por qué esta experiencia debe extenderse a momentos futuros y a otros objetos, que, por lo que sabemos, puede ser que sólo en apariencia sean semejantes? (Hume, 2000: 44)

Sin embargo, a pesar de este ataque frontal contra el Inductivismo, Hume escribe más adelante: “Es seguro que los campesinos más ignorantes y estúpidos, o los niños, o incluso las bestias salvajes, hacen progresos con la experiencia y aprenden las cualidades de los objetos naturales al observar los objetos que resultan de ellos” (50). Con los dos párrafos extraídos podríamos pensar, tras una primera ojeada, que David Hume ha caído en una enorme contradicción; sin embargo, no es así; el pensador inglés pretende mostrarnos que los conocimientos objetivos, en sí mismos y siguiendo las pautas lógicas, no pueden dar pie a leyes universales; si los hombres los toman por tales es porque el conocimiento se basa en la asociación de ideas y en la causalidad; es decir: el acontecer físico no puede generar premisas mayores; la psique, por su parte, se basa en las relaciones que dan pie a aquellas por poseer, en su basamento epistemológico, esta manera de proceder. Así, si bien resultaba raro, a primera vista, que una de las figuras claves del empirismo tomara una posición contraria con respecto al método por excelencia del empirismo radical, la extrañeza se disuelve a partir del acto de cognición. Sin embargo, en este punto, nos abocamos a un nuevo problema: la inducción es posible sólo en el ámbito psíquico y, a la vez, las leyes de la lógica, leyes que, se supone, rigen el pensamiento, la imposibilitan. A partir de ello, ¿cómo entender la inducción? ¿Es posible usarla para describir los hechos físicos, o bien para dar cuenta de lo humano? Si el mundo revela un proceder inductivo a partir de su impacto sobre la psique humana, entonces la conciencia podría, a su vez, ser explicada a partir de método inductivo-deductivo; sin embargo, habría que partir de un presupuesto de gran peso: ambas explicaciones quedarían fuera del ámbito lógico. Ahora bien, apelemos a dos hechos que, si bien resultan contradictorios, son fácilmente observables: los intentos por formular leyes que describan los procesos humanos han resultado infructuosos a partir de las voliciones y la libertad de acción, así como de la inmaterialidad y de la continua mutabilidad de los objetos de la conciencia; al a vez, los procesos mentales son limitados y, por tanto, sujetos de conteo. Nos encontramos, sin duda, frente a un problema difícil, al punto que, en la actual Filosofía de la mente, el debate sigue en desarrollo; al respecto, señala Salma Saab:

En la actualidad se perfilan entre las explicaciones de los fenómenos mentales básicamente dos grupos de posiciones: a) las que defienden que las explicaciones mentales y, en general, las explicaciones que provienen de las disciplinas sociales y humanas son estructuralmente distintas y autónomas de las explicaciones en las ciencias físicas, y b) las que comparten que todas las explicaciones tienen una misma estructura. (Saab, 2007: 20)

Daniel Dennett, uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo resuelve el problema en su tesis doctoral Contenido y conciencia, con una respuesta más o menos esbozada líneas atrás: el mundo físico se equipara con los procesos mentales por poseer éste significación y contenido, términos, ambos, de naturaleza meramente ideal. Dennett puede hacer una afirmación de semejante envergadura a partir del modo de proceder dentro de su área, la Nueva filosofía de la mente, la cual, por principio, ha hecho una revisión del concepto de mente, de conciencia y afines, a lo largo de la historia de la filosofía. Después, al estar supeditada al trabajo interdisciplinar que las Ciencias cognitivas exigen, toma como punto de partida las hipótesis y leyes obtenidas a partir de experimentos neurológicos y neurolingüísticos, los cuales proceden de la inducción. Con los resultados obtenidos, el filósofo de la mente tiene bases físicas sobre las cuales comenzar la especulación.


Bibliografía

DÜRING, Ingemar, Aristóteles. Exposición e interpretación de su pensamiento, traducción y edición de Bernabé Navarro, UNAM- IIF (Estudios Clásicos), México, segunda reimpresión, 2005, 1031 pp.

DENNETT, Daniel C., Contenido y conciencia, Gedisa Editorial (Colección Hombre y Sociedad, Serie CLA.DE.MA, Ciencias Cognitivas/ Filosofía), Barcelona, 1996, 256 pp.

HUME, David, Investigación sobre el entendimiento humano, Gernika (Clásicos Ciencia Política), México, tercera edición, 2004, 205 pp.

SAAB, Salma, Los senderos de la explicación mental, UNAM-IIF (Filosofía contemporánea), México, 2007, 266 pp.

MAGEE, Bryan, Popper, Colofón S. A. (Filosofía), México, 2000, 167 pp.