Alemania a finales del siglo XVIII; tres jóvenes, estudiantes en el Seminario de Tubinga y grandes entusiastas de las ideas libertarias inspiradas por la Revolución francesa, comentan, a la media noche y con voz entrecortada, la Crítica de la Razón Práctica, de Immanuel Kant. La escena pende entre la cotidianeidad y el romanticismo; sin embargo, una vez que conocemos los nombres de cada uno de estos muchachos y sus futuros destinos, la imagen se torna estremecedora: uno de ellos, Friedrich Hölderlin, el más joven de los compañeros de habitación, creador de una de las obras poéticas más deslumbrantes de la historia literaria, terminará sus días en un manicomio; otro, Friedrich Schelling, llevará el estigma de haber robado la mujer a uno de sus preceptores y, como si de un castigo se tratase, se verá condenado a iniciar una y otra vez su sistema sin lograr completarlo jamás; el último de ellos, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, escapará al destino trágico de sus dos camaradas y se encumbrará, sobre la historia del pensamiento, como uno de los más brillantes filósofos que el mundo haya visto. En 1793, los tres genios concluyen sus estudios y es en ese mismo año que Hegel da inicio a uno de sus textos más singulares y poco conocidos: La historia de Jesús. En esta extraño manuscrito, cuyas primeras palabras son: “La razón pura, incapaz de cualquier limitación, es la divinidad misma”, el Hijo de Dios, el Verbo Encarnado, se despoja de todo resabio mítico para convertirse en un hombre, en el hombre ilustrado que desde lo alto del monte clama al pueblo: “Mostraos como luz del mundo, de tal manera que vuestros actos iluminen a los hombres y que inflamen lo mejor que en ellos habita […] Actuad con una máxima tal que podáis querer que, como ley universal entre los hombres, valga también para vosotros”; y le enseña a orar el Padre Nuestro inyectado de kantismo: “Padre de los hombres, a quien todos los cielos están sometidos, sé tú, Santísimo, la imagen que tengamos presente, a la que aspiremos a aproximarnos para que un día pueda llegar tu reino, en el que todos los seres racionales hagan de la ley la única regla de sus acciones”.
El “Evangelio según Hegel” se construye sobre varios conceptos patentados en Königsberg: razón, sociedad y, claro está, imperativo categórico, tema que en esta breve reflexión nos ocupa.
Hablar del imperativo así, sin más, es un absurdo; necesitamos, por principio establecer que, para Kant, la Razón lo rige absolutamente todo y por encima de todo está. La Razón es, entonces, no sólo un concepto ineludible del sistema kantiano; es, desde su perspectiva, la realidad primordial que trasciende los límites de la empiria, de lo que es, para llegar hasta lo que debería de ser. La Razón no debe considerarse dentro de un marco epistemológico; por el contrario, adquiere tintes ontológicos en lo que al humano se refiere. Explicamos: para Kant, los objetos, como tales, son inaccesibles y lo que en verdad conocemos de ellos es la relación establecida entre éstos y la razón. Así, los objetos mismos son –o, mejor, son para el hombre- en la medida en que la razón se vuelca hacia ellos. Y el carácter ontológico de la Razón no para ahí: la Razón, una y la misma, es el común denominador de todos los hombres y, justo a partir de esta igual distribución, podremos entrar de lleno a los terrenos del Imperativo categórico; sin embargo, antes de proseguir, nos gustaría detenernos un momento en el carácter ontológico de la Razón y preguntar: ¿hasta qué punto pudo influir la sofística en Immanuel Kant? Los sofistas, más allá de la fama negativa que Platón les diera, poseyeron una importancia radical a partir de sus ideas. Si bien jamás constituyeron una escuela, sí compartieron una distinción fundamental: la dicotomía nomos-physis, es decir, lo existente por convención y lo existente por naturaleza. Ahora bien, pensemos en la famosa frase de Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas, tanto de lo que es como de lo que no es”. ¿Cómo podemos interpretar esta proposición, a la luz de la distinción entre lo convencional y lo natural? Analicemos, por principio, la oración dada: tenemos un sintagma nominal, “el hombre”; y un sintagma verbal conformado por un verbo copulativo, “es”; y un Objeto directo integrado por dos elementos, “la medida de todas las cosas” y “tanto de lo que es como de lo que no es”, el segundo de estos supeditado al primero. Tenemos, entonces, que entre “hombre” y “medida de todas las cosas” se establece una relación de sinonimia: ser hombre es ser la medida de todas las cosas, siendo éstas la expresión de ser y de no-ser. Se entiende, entonces, que las cosas son siempre cosas para el hombre, que las cosas son siempre en función de la acción racional y perceptiva del hombre sobre ellas. El hombre no es razón pasiva que recibe impresiones externas: el hombre mide, ejerce su poder, es el elemento activo en una relación ininterrumpida y siempre dada; relación que conlleva, implícito, el juicio que discierne lo que es de lo que no es. Como vemos, los ecos sofísticos son más que audibles en el palacio kantiano. Antes de seguir, falta resolver una interrogante: ¿Cómo se relaciona esto con la distinción nomos-physis? La respuesta puede resultar exagerada, a primera vista, pero será nuestra puerta de entrada al Imperativo categórico: lo convencional y lo natural se subsumen en el hombre; lo que es más: la distinción misma es un producto humano. La physis se muestra tal a partir de la percepción y del juicio humano; el nomos es, por entero, una elaboración de la actividad del hombre y de su común acuerdo. En este marco sofista-kantiano, ¿dónde puede categorizarse la ley?
La Ley moral, el Imperativo categórico, es inherente a la Razón. Ambas, invisibles, están siempre presentes en el actuar humano. Con lo mencionado hasta este momento, aparece un punto flaco en el planteamiento del filósofo de Königsberg: si lo que se muestra no es el objeto, el nóumeno, sino el fenómeno, la relación entre éste y la razón, ¿cómo debe entenderse la investigación kantiana en torno a la Razón y al Imperativo categórico? Es decir: al momento de ser estudiadas, ambas condiciones, ambos fundamentos de la acción del hombre sobre el mundo devienen, al objetivarse, conceptos –primera deformación- y, al ser pensados, no son aprehendidos en cuanto lo que son sino a partir de la relación con la Razón misma –segunda deformación. Esta dificultad es exactamente la misma que Wittgenstein encuentra al momento de querer reflexionar en torno al lenguaje y a la lógica: ¿Cómo hablar del lenguaje con el lenguaje mismo? ¿Cómo hablar de la lógica si ésta está ya presente en el discurso que intenta describirla? La única salida es, para el vienés, un imposible: la creación de un metalenguaje que, para poder ser estudiado, requeriría de un metametalenguaje…
Fuera de esta aporía, hay un planteamiento deslumbrante en la noción del Imperativo categórico: éste va aparejado con su expresión lingüística –“Actúa de tal modo que tus acciones puedan convertirse en máxima universal”. Si bien los hombres compartimos, en terrenos noéticos, una y la misma razón, esto sólo se hace patente a partir de la intersubjetividad, cuya principal y más excelsa vía es el lenguaje. Así, es comprensible que el Imperativo categórico, principio que debería mediar las relaciones entre los hombres, cobre forma verbal. Además, se transparente, con ello, el por qué Hegel eligió una figura como la de Jesús para encarnar al hombre kantiano: el Ungido es, primordialmente, discurso: discurso ante los hombres, discurso dirigido a la comunidad -incluso, discurso sólo existente a partir de ésta.
Para dar fin a esta ínfima reflexión, sólo apuntaremos un par de cosas más: el carácter ideal del Imperativo kantiano –“ideal” en el sentido no-filosófico del término. La Ley moral se entiende como Deber ser; bien, sin embargo, repetimos con el Hegel de madurez: el problema del Deber ser es que no es. Lo que debería ser es un pospretérito que refiere a acciones posibles, mas no a acciones dadas; así, ¿cómo puede, entonces, el Imperativo categórico ser evaluado a partir de las Categorías de verdad? ¿Cómo hemos de hablar de algo que no es? Además –y en este punto apelamos a las vivencias cotidianas- ¿en verdad los hombres siguen el Imperativo? O, para ponerlo en los términos ya estipulados, ¿en verdad los hombres seguirían el Imperativo?
Bibliografía
HEGEL, G.W.F., Historia de Jesús, introducción y versión castellana de Santiago González Noriega, Taurus (Ensayistas, 138), Madrid, segunda edición, 1981, 125 pp.
El “Evangelio según Hegel” se construye sobre varios conceptos patentados en Königsberg: razón, sociedad y, claro está, imperativo categórico, tema que en esta breve reflexión nos ocupa.
Hablar del imperativo así, sin más, es un absurdo; necesitamos, por principio establecer que, para Kant, la Razón lo rige absolutamente todo y por encima de todo está. La Razón es, entonces, no sólo un concepto ineludible del sistema kantiano; es, desde su perspectiva, la realidad primordial que trasciende los límites de la empiria, de lo que es, para llegar hasta lo que debería de ser. La Razón no debe considerarse dentro de un marco epistemológico; por el contrario, adquiere tintes ontológicos en lo que al humano se refiere. Explicamos: para Kant, los objetos, como tales, son inaccesibles y lo que en verdad conocemos de ellos es la relación establecida entre éstos y la razón. Así, los objetos mismos son –o, mejor, son para el hombre- en la medida en que la razón se vuelca hacia ellos. Y el carácter ontológico de la Razón no para ahí: la Razón, una y la misma, es el común denominador de todos los hombres y, justo a partir de esta igual distribución, podremos entrar de lleno a los terrenos del Imperativo categórico; sin embargo, antes de proseguir, nos gustaría detenernos un momento en el carácter ontológico de la Razón y preguntar: ¿hasta qué punto pudo influir la sofística en Immanuel Kant? Los sofistas, más allá de la fama negativa que Platón les diera, poseyeron una importancia radical a partir de sus ideas. Si bien jamás constituyeron una escuela, sí compartieron una distinción fundamental: la dicotomía nomos-physis, es decir, lo existente por convención y lo existente por naturaleza. Ahora bien, pensemos en la famosa frase de Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas, tanto de lo que es como de lo que no es”. ¿Cómo podemos interpretar esta proposición, a la luz de la distinción entre lo convencional y lo natural? Analicemos, por principio, la oración dada: tenemos un sintagma nominal, “el hombre”; y un sintagma verbal conformado por un verbo copulativo, “es”; y un Objeto directo integrado por dos elementos, “la medida de todas las cosas” y “tanto de lo que es como de lo que no es”, el segundo de estos supeditado al primero. Tenemos, entonces, que entre “hombre” y “medida de todas las cosas” se establece una relación de sinonimia: ser hombre es ser la medida de todas las cosas, siendo éstas la expresión de ser y de no-ser. Se entiende, entonces, que las cosas son siempre cosas para el hombre, que las cosas son siempre en función de la acción racional y perceptiva del hombre sobre ellas. El hombre no es razón pasiva que recibe impresiones externas: el hombre mide, ejerce su poder, es el elemento activo en una relación ininterrumpida y siempre dada; relación que conlleva, implícito, el juicio que discierne lo que es de lo que no es. Como vemos, los ecos sofísticos son más que audibles en el palacio kantiano. Antes de seguir, falta resolver una interrogante: ¿Cómo se relaciona esto con la distinción nomos-physis? La respuesta puede resultar exagerada, a primera vista, pero será nuestra puerta de entrada al Imperativo categórico: lo convencional y lo natural se subsumen en el hombre; lo que es más: la distinción misma es un producto humano. La physis se muestra tal a partir de la percepción y del juicio humano; el nomos es, por entero, una elaboración de la actividad del hombre y de su común acuerdo. En este marco sofista-kantiano, ¿dónde puede categorizarse la ley?
La Ley moral, el Imperativo categórico, es inherente a la Razón. Ambas, invisibles, están siempre presentes en el actuar humano. Con lo mencionado hasta este momento, aparece un punto flaco en el planteamiento del filósofo de Königsberg: si lo que se muestra no es el objeto, el nóumeno, sino el fenómeno, la relación entre éste y la razón, ¿cómo debe entenderse la investigación kantiana en torno a la Razón y al Imperativo categórico? Es decir: al momento de ser estudiadas, ambas condiciones, ambos fundamentos de la acción del hombre sobre el mundo devienen, al objetivarse, conceptos –primera deformación- y, al ser pensados, no son aprehendidos en cuanto lo que son sino a partir de la relación con la Razón misma –segunda deformación. Esta dificultad es exactamente la misma que Wittgenstein encuentra al momento de querer reflexionar en torno al lenguaje y a la lógica: ¿Cómo hablar del lenguaje con el lenguaje mismo? ¿Cómo hablar de la lógica si ésta está ya presente en el discurso que intenta describirla? La única salida es, para el vienés, un imposible: la creación de un metalenguaje que, para poder ser estudiado, requeriría de un metametalenguaje…
Fuera de esta aporía, hay un planteamiento deslumbrante en la noción del Imperativo categórico: éste va aparejado con su expresión lingüística –“Actúa de tal modo que tus acciones puedan convertirse en máxima universal”. Si bien los hombres compartimos, en terrenos noéticos, una y la misma razón, esto sólo se hace patente a partir de la intersubjetividad, cuya principal y más excelsa vía es el lenguaje. Así, es comprensible que el Imperativo categórico, principio que debería mediar las relaciones entre los hombres, cobre forma verbal. Además, se transparente, con ello, el por qué Hegel eligió una figura como la de Jesús para encarnar al hombre kantiano: el Ungido es, primordialmente, discurso: discurso ante los hombres, discurso dirigido a la comunidad -incluso, discurso sólo existente a partir de ésta.
Para dar fin a esta ínfima reflexión, sólo apuntaremos un par de cosas más: el carácter ideal del Imperativo kantiano –“ideal” en el sentido no-filosófico del término. La Ley moral se entiende como Deber ser; bien, sin embargo, repetimos con el Hegel de madurez: el problema del Deber ser es que no es. Lo que debería ser es un pospretérito que refiere a acciones posibles, mas no a acciones dadas; así, ¿cómo puede, entonces, el Imperativo categórico ser evaluado a partir de las Categorías de verdad? ¿Cómo hemos de hablar de algo que no es? Además –y en este punto apelamos a las vivencias cotidianas- ¿en verdad los hombres siguen el Imperativo? O, para ponerlo en los términos ya estipulados, ¿en verdad los hombres seguirían el Imperativo?
Bibliografía
HEGEL, G.W.F., Historia de Jesús, introducción y versión castellana de Santiago González Noriega, Taurus (Ensayistas, 138), Madrid, segunda edición, 1981, 125 pp.
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