martes, 27 de octubre de 2009

John Langshaw Austin, "Un alegato en favor de las excusas"

Un regalo de Día de Muertos: la traducción de "Un alegato en favor de las excusas", del pensador inglés John Langshaw Austin. Es muy difícil dar con el texto en español, a pesar de ser uno de los más importantes producidos por la Escuela del Lenguaje Ordinario. No duden en hacer observaciones y sugerencias a mi trabajo de traducción; todas ellas serán bienvenidas.
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Un alegato en favor de las excusas
John Austin

El tema del presente texto, las excusas, no será desarrollado sino sólo introducido, y no iremos más allá de este límite. Es, o debería ser, el nombre de una rama completa, incluso una rama subdividida de la filosofía o, por lo menos, un estilo de hacer filosofía. Por consiguiente, intentaré, por principio, exponer cuál es el tema, por qué vale la pena estudiarlo y cómo debe ser estudiado, todo esto a nivel lamentablemente elevado; después ilustraré, con detalles más agradables pero inconexos, los métodos a utilizar, así como sus limitaciones y algunos de los inesperados resultados que se esperan obtener y las lecciones a aprender de ello. Una buena parte del atractivo y de lo instructivo de un estudio semejante, procede de trazar la estructura de los lenguajes grupales, de cazar las minucias y, para hacerlo, no puedo menos que incitarlos. Debo al tema mencionado el poder decir que la filosofía me parece, desde hace tiempo, algo que a menudo piensa y realiza, de manera estéril, el placer del descubrimiento, las delicias de la cooperación y la satisfacción de llegar a un acuerdo.
¿Cuál es, entonces, el tema? Utilizo la palabra “excusas” para un título, pero sería imprudente “congelar” demasiado pronto a este sustantivo y al verbo que le acompaña: de hecho, por algún tiempo yo solía utilizar “atenuación” en su lugar. Sin embargo, en general “excusa” es probablemente el término central y de mayor amplitud en el terreno, pues incluye en sí otros de importancia –“alegato”, “defesa”, “justificación” y otros. ¿Cuándo, entonces, “excusamos” nuestra conducta, la propia y la de los demás? ¿Cuándo se profieren las “excusas”?
En general, la situación es aquella en la cual alguien es acusado de haber hecho algo, o (si resulta más prolijo) cuando a alguien se le dice que ha hecho algo malo, incorrecto, inepto, inoportuno, o alguna otra de las numerosamente posibles formas adversas. Por consiguiente, él o alguien que esté a su favor tratarán de defender su conducta o de desembarazarlo de ella.
Una de las maneras de proceder consiste en admitir llanamente que él, X, llevó a cabo esa acción, A, pero arguyendo que ésta fue buena, correcta, sensata o, por lo menos, aceptable; o bien en general, o bien en las circunstancias particulares de la ocasión. Seguir esta línea es justificar la acción, dar razones de lo hecho: no es descarase, glorificarse o algo semejante.
Otra manera diferente de proceder es el admitir que lo llevado a cabo no fue algo bueno, pero argumentando, a la vez, que no es justo o correcto decir sólo “X hizo A”. Diremos que no es justo afirmar, simplemente, que X lo hizo; tal vez él se encontraba bajo la influencia de alguien o era presionado. O, también, no es justo decir sólo que él hizo A; tal vez fue un error parcialmente accidental o no intencionado. O no es justo decir con llaneza que él hizo A –él, en realidad, llevaba a cabo algo muy diferente y A fue sólo incidental, o él observaba al hecho de una manera muy distinta. Naturalmente, estos argumentos pueden combinarse, traslaparse o encontrarse unos con otros.
En la primera defensa, brevemente, aceptamos la responsabilidad pero negamos que el hecho sea malo; en la segunda, admitimos que fue malo pero no aceptamos la responsabilidad de forma parcial o, incluso, completa.
Por lo general, las justificaciones pueden distinguirse de las excusas, y no me sentiré muy deseoso por hablar acerca de ellas pues han disfrutado de la atención filosófica más allá de lo que les corresponde… Ciertamente, las dos pueden ser confundidas y puede parecer que se encuentran muy cercanas, incluso si ellas, tal vez, no lo están. “Tiraste la bandeja del té”. “Sin duda, pero estaba por sufrir+ una crisis nerviosa”; o “Sí, es que había una avispa”. En cada caso, la defensa insiste, con solidez, en una descripción completa del evento en su contexto; la primera es una justificación, la segunda una excusa. Ahora bien, si la objeción utiliza un verbo peyorativo como “asesinar”, éste podría encontrarse en un terreno en el cual el asesinato fue llevado a cabo en batalla (justificación) o en el cual fue un accidente provocado por la imprudencia. Puede argumentarse que no utilizamos los términos “justificación” y “excusa” tan cuidadosamente como deberíamos; una miscelánea de términos aún menos claros, tales como “atenuación”, “paliación”, “mitigación”, se suspenden con dificultad entre lo que es en parte justificación y en parte excusa; y cuando, por ejemplo, clamamos que ello es una provocación, hay una incertidumbre genuina o ambigüedad con respecto a lo que queremos decir -¿Él es parcialmente responsable porque despertó en mí una pasión violenta, de manera que no fui verdadera y meramente yo actuando “voluntariamente” (excusa)? ¿O más bien, habiéndome hecho él semejante herida, tuve derecho a vengarme (justificación)? Tales dudas muestran la urgencia por clarificar el uso de estos términos. Las defensas que por conveniencia he catalogado como “justificación” y “excusa” son tan distintas por principio que apenas podrá dudarse de ellas.
Esta es, pues, la clase de situaciones que debemos considerar como “excusas”. Un poco más allá, sólo apuntaré cuánta amplitud pueden abarcar. Por supuesto, debemos considerar los elementos opuestos a las “excusas” –las expresiones que incriminan, tales como “deliberadamente”, “a propósito” y demás, sólo por la razón de que una excusa, con frecuencia, toma la forma de refutación contra las mencionadas expresiones. Pero también tenemos que tomar en cuenta un gran número de expresiones que, a primera vista, no se muestran tanto como excusas sino como acusaciones –“torpeza”, “falta de tacto”, “descuido” y otras semejantes. Hay que recordar que unas cuantas excusas nos liberan por completo: en una mala situación, la excusa promedio nos saca sólo del fuego pero no de la sartén –y la sartén sigue, claro, sobre el fuego. He roto tu vajilla o tu romance, tal vez la mejor defensa que puedo encontrar consiste en aludir a la torpeza.
¿Por qué, si esto son las excusas, deberíamos preocuparnos por investigarlas? Podría ser una razón suficiente el hecho de que su producción siempre ha estado inmiscuida en las actividades humanas. Pero para la filosofía moral en particular, un estudio de ellas contribuirá de maneras especiales; en ambos casos, irán dirigidas positivamente hacia el desarrollo de una versión cautelosa y actual de la conducta, y negativamente hacia la corrección de teorías viejas y precipitadas.
En Ética, supongo, estudiamos lo bueno y lo malo, lo correcto y lo erróneo, y esto debe encontrarse conectado, en buena medida, con la conducta o las acciones. Pero antes de que consideremos qué acciones son buenas o malas, correctas o erróneas, lo propio es considerar primero qué se quiere significar y qué no, y qué se incluye y qué no en la expresión “llevar a cabo una acción” o “hacer algo”. Estas son expresiones que han sido muy poco examinadas en sí mismas y por sus propios méritos, tal y como ocurre con la noción general de “decir algo”, la cual ha sido estudiada muy someramente por la lógica. Es verdad que ahí en el fondo hay una idea vaga y reconfortante según la cual, después de todo, en el último análisis, llevar a cabo una acción puede reducirse a realizar movimientos físicos con partes del cuerpo; pero esto sería tan verdadero como afirmar que decir algo, en su último análisis, puede reducirse a hacer movimientos con la lengua.
El punto de partida del sentido, y no digamos del juicio, es darse cuenta que “hacer una acción”, tal y como se utiliza en filosofía[1], es una expresión altamente abstracta –es un sustituto utilizado en lugar de cualquier (¿o casi cualquier?) verbo con un sujeto, de la misma manera en que “cosa” es el sustituto de cualquier (o, cuando recordamos, casi cualquier) sustantivo, y “cualidad” es el sustituto del adjetivo. Por seguro, nadie confía en semejantes tonterías de manera por completo implícita, por completo indefinida. Aún notablemente, es posible llegar a la idea o derivarla hacia una metafísica sobresimplificada a partir de la obsesión con las “cosas” y sus “cualidades”. De manera semejante, nos dejamos engañar por el mito del verbo, menos conocido en estos tiempos semi-sofisticados. No tratamos más a la expresión “hacer una acción” como el sustituto de un verbo con un sujeto, para el cual no hay dudas en otros casos, y podríamos obtener más si el alcance de los verbos no permaneciese sin especificarse, sino como una descripción autoexplicativa y terrena, una que condujese adecuadamente hacia la apertura de las características esenciales de todo aquello que se muestra de él tras una simple inspección. Apenas notamos, incluso y por más que nos irritemos, las excepciones más patentes y las dificultades (¿Es pensar algo, decir, algo, intentar hacer algo, llevar a cabo una acción?), que se encuentran en las “embriagueces de las grandes profundidades”, tales como si las llamas con cosas o eventos. Así, con facilidad pensamos que, tanto nuestro comportamiento como la vida entera, consiste en hacer ahora una acción A, después una acción B, más tarde una acción C, y así sucesivamente, al igual que en otros momentos hemos llegado a pensar en el mundo como esta, esa u otra cosa sustancial o material, cada una con sus propiedades. Todas las “acciones” son, en tanto tales (¿significando qué?), iguales; constituyen el ganar una disputa al encender cerillos o ganar una guerra con estornudos: peor aún, las asimilamos a los casos supuestamente más obvios y sencillos, tales como enviar una carta o mover los dedos, justo a la manera en que asimilamos todas las “cosas” a caballos o camas.
Si hemos de continuar utilizando esta expresión en una filosofía sobria, necesitamos formular preguntas como: ¿Estornudar es llevar a cabo una acción? ¿Lo es respirar, ver, hacer un jaque? Rápidamente: ¿Para qué gama de verbos, como los usados en qué ocasiones, “hacer una acción” es un sustituto? ¿Qué tienen éstos en común y de qué carecen los excluidos con severidad? Una vez más, debemos preguntarnos cómo es que decidimos cuál es el nombre correcto para “la” acción que alguien llevó a cabo –y cuáles son, también, las reglas para el uso de “la” acción, “una” acción [considerado “una” tanto en el sentido de artículo indeterminado y como de adjetivo], una “parte” o una “fase” de la acción, entre otras preguntas de este tipo. Además, es necesario tomar en cuenta que incluso las acciones llamadas “más simples” no son tan simples –con certeza, no son la mera realización de movimientos físicos; y el preguntar, entonces, qué más conlleva (¿Intenciones? ¿Convenciones?) y qué no, y cuál es el detalle de la complicada maquinaria interna que utilizamos en “actuar” –las aprehensiones de la intelección, la apreciación de la situación, la invocación de principios, la planeación, el control de la ejecución y el resto.
El estudio de las excusas puede echar luz de dos maneras sobre estos problemas fundamentales. Por principio, examinar las excusas es examinar casos en los cuales ha ocurrido una anormalidad o una falla; de esta manera, lo anormal arrojará luz sobre lo normal, ayudándonos, así, a ir más allá del velo de la facilidad y la obviedad que oculta los mecanismos del acto natural y exitoso. Al instante queda claro que las averías signadas por las diversas excusas son de tipos radicalmente diferentes, y afectan distintas partes o etapas de la maquinaria, las cuales son distinguidas y separadas para nosotros por las excusas. Además, aparece el hecho de que no todos los errores ocurren en conexión con todo aquello que puede ser llamado “acción”, que no toda excusa se adapta con un determinado verbo –algo muy remoto, en ralidad-; y esto nos provee de pautas para introducir alguna clasificación en la vasta miscelánea de las “acciones”. Si las clasificamos de acuerdo a la selección particular de errores a los cuales cada una de ellas es propensa, esto debería asignarles lugares en alguna familia, en algún grupo de acciones o en algún modelo de la maquinaria del actuar.
En un camino de este tipo, el estudio filosófico de la conducta puede dirigirse hacia un fresco y positivo comienzo. A la vez, y un poco de manera negativa, un número de errores tradicionales en este campo podrían ser resueltos o eliminados. El primero de ellos sería el de la Libertad. Mientras ha sido la tradición el presentarlo como el término “positivo” que requiere dilucidación, existe la duda de que el decir que hemos actuado “libremente” (en el uso de los filósofos, el cual se relaciona sólo vagamente con el uso cotidiano) es sólo decir que no hemos actuado de manera no-libre, en una u otra de las muchas y heterogéneas formas de actuar de tal modo (bajo coacción o no). Así como ocurre con “real”, “libre” es sólo utilizado para excluir la sugerencia de algunas o de todas sus reconocidas antítesis. Así como “verdad” no es el nombre para una característica de las afirmaciones, “libertad” no es el nombre para una característica de las acciones, sino el nombre de una dimensión en la cual las acciones son afirmadas. Al examinar todas las formas en las cuales cada acción no sería “libre”, es decir, los casos en los cuales no sería posible decir simplemente “X hizo A”, esperamos eliminar el problema de la Libertad. A Aristóteles se le ha reprochado una y otra vez por hablar de excusas y alegatos, pasando por alto el “verdadero problema”; en mi caso, fue hasta que miré lo injusto de estas acusaciones que me interesé por primera vez en las excusas.
Hay mucho por decir con respecto a la visión según la cual, más allá de la filosofía tradicional, la Responsabilidad sería un mejor candidato para el papel que se le ha asignado a la Libertad. Si el lenguaje ordinario ha de ser nuestra guía es para evadir la responsabilidad, la completa responsabilidad, de que casi siempre proferimos excusas – yo mismo he usado la palabra en este sentido. Pero, de hecho, “responsabilidad” tampoco parece apta en todos los casos: no evado exactamente la responsabilidad cuando apelo a la torpeza o la falta de tacto cometidas, ni cuando digo que lo hice con falta de disposición o con renuencia, y menos aún si afirmo que, dadas las circunstancias, no tuve opción: en este caso, estuve obligado y tengo una excusa (o justificación) y aún podría aceptar cierta responsabilidad. Podría ser, entonces, que al menos dos términos clave, Libertad y Responsabilidad, resulten necesarios; la relación entre ambos no es clara, y podría esperarse que la investigación de las excusas juegue un papel importante en su clarificación.
Demasiados caminos, entonces, sobre los cuales podría arrojar luz el estudio de las excusas. Pero también hay razones por las cuales es un tema atractivo desde el punto de vista metodológico, por lo menos si procederemos desde el “lenguaje ordinario”, es decir, examinando lo que deberíamos decir y cuándo, y el por qué y qué deberíamos significar con ello. Tal vez este método, por lo menos como un método filosófico, apenas requiere justificación en este momento –es muy evidentente que hay oro en esas montañas de alquitrán; más oportuno sería preocuparse por el cuidado y la minuciosidad necesarias si no se quiere generar una mala reputación. No obstante, haré una breve justificación.
Por principio, las palabras son nuestras herramientas y, como mínimo, deberíamos usar herramientas limpias; deberíamos saber lo que queremos decir y lo que no, y, de esta forma, prepararnos contra las trampas que el lenguaje nos pone. En segundo lugar, las palabras no son (excepto en su propio y pequeño rincón) hechos o cosas; por consiguiente, necesitamos forzarlas a salir del mundo, manteniéndolas aparte de éste; de esta manera, podremos reparar en su inadecuaciones y sus arbitrariedades, pudiendo mirar, así, al mundo una vez más sin pestañeos. Tercero, y más esperanzadoramente, nuestro surtido común de palabras encarna todas las distinciones que los hombres han considerado lo suficientemente importantes como para ser delineadas, y las conexiones más dignas de ser señaladas en la vida de muchas generaciones; éstas, seguramente, son más numerosas y sonoras desde que los hombres lograron imponerse contra la larga prueba de supervivencia del más apto; y más sutiles, por lo menos en los temas ordinarios y razonablemente prácticos, que los que tú o yo podemos pensar desde nuestro sillón en una tarde –el método alternativo más favorable.
En vista de la prevalencia del lema “lenguaje ordinario”, y nombres tales como “lingüística”, “filosofía analítica” o “análisis del lenguaje”, hay algo que es necesario enfatizar para evitar la incomprensión. Cuando examinamos lo que deberíamos decir y cuándo, así como qué palabras deberíamos utilizar en determinadas situaciones, no sólo estamos revisando palabras (o “significados”, lo que quiera que éstos sean), sino también las realidades para las cuales las utilizamos al hablar de ellas: utilizamos la fina nitidez de las palabras para pulir nuestra percepción de los fenómenos, si bien no son éstas su último árbitro. Por esta razón, me parece que sería mejor recurrir a un nombre menos confuso que los mencionados líneas atrás –por ejemplo, “fenomenología lingüística”, ello es una buena bocanada de aire fresco.
Usando, entonces, un método semejante, es claramente preferible investigar un terreno en el cual el lenguaje ordinario es rico y sutil, en tanto se encuentra dentro del apremiante tema de las excusas, mas no en el tema, por ejemplo, del Tiempo. A la vez, debemos preferir un terreno no tan trillado, empantanado y marcado por la filosofía tradicional; de lo contrario, incluso el lenguaje “ordinario” terminaría por infectarse tanto con la jerga de teorías extintas, como con nuestros propios prejuicios, a la vez que los apoyos proporcionados por nuestra visión teórica se verían sensiblemente frenados. Y en este caso, las excusas también constituyen un tópico admirable; por lo menos, podemos discutir las torpezas, la falta de conciencia, la desconsideración e incluso la espontaneidad, sin recordar aquello que Kant pensó al respecto; y progresar gradualmente, incluso, para discutir la deliberación sin recordar a Aristóteles, o el autocontrol sin Platón. Se da por sentado que nuestro tema, como hemos visto, puede colindar o ser análogo a algunos problemas centrales de la filosofía; de esta manera, satisfechos estos requerimientos, podemos saber qué sigue: un buen sitio para hacer trabajo de campo en la filosofía. En este punto, deberemos ser capaces de suavizarnos un poco y aceptar los descubrimientos, por pequeños que estos sean, y en aceptar cómo es que se alcanzan los acuerdos al respecto. Cómo es deseable que un trabajo de campo semejante pronto sea utilizado, por ejemplo, en la Estética; sólo si pudiéramos olvidarnos por un momento de la belleza, y prestar atención a lo exquisito y a lo desagradable.
Lo sé: hay, o se supone que hay, obstáculos para la filosofía lingüística, los cuales provocan desaliento, no sin regocijo y alivio, en aquellos que no están muy familiarizados con ella. Lo que hay que hacer con los obstáculos, así como con las ortigas, es arrancarlos y pasar sobre ellos. Mencionaré dos en particular, a partir de los cuales el estudio de las excusas podrá alentarnos. El primero de ellos es el obstáculo del “uso libre” (divergente o alternativo); el segundo la esencialidad de la “última palabra”. ¿Todos decimos las mismas cosas en las mismas situaciones? ¿Acaso no difieren los usos? Y, ¿por qué aquello que ordinariamente decimos debería ser la mejor forma, la única y la última de hacerlo? ¿Por qué, incluso, esto debería ser verdadero?
Bien, los usos de la gente varían; así, hablamos libremente y decimos cosas diferentes con aparente indiferencia, pero no tanta como la que, a primera vista, podría pensarse. Al prestar atención, queda de manifiesto que, en la gran mayoría de los casos, aquello que pensamos fue diferente de lo dicho y no fue así –simplemente, imaginamos la situación ligeramente diferente; lo cual es muy fácil de hacer pues, por supuesto, ninguna situación (y tratamos situaciones imaginarias) es descrita “por completo”. Mientras más imaginamos a detalle la situación, con una historia de trasfondo –y vale la pena emplear los significados más idiosincráticos e, incluso, aburridos, para estimular y disciplinar nuestras desdichadas imaginaciones-, menos nos encontramos en desacuerdo con aquello que deberíamos decir. No obstante, a veces no estamos de acuerdo: a veces debemos permitir un uso actual pero horroroso; a veces debemos usar una de dos descripciones posibles o, incluso, ambas. Pero, ¿por qué esto nos desanima? Todo lo que ocurre puede ser explicado por completo. Si nuestro uso no concuerda, podemos utilizar “X” donde usamos “Y”, o seguramente tu sistema conceptual es diferente del mío, sin embargo es muy parecido o, por lo menos, igualmente consistente y útil; así, podemos encontrar por qué no estamos de acuerdo –tú eliges clasificar de una manera, yo de otra. Si el uso es libre, es posible comprender la tentación que conduce hacia él, así como las distinciones que éste desvanece: hay descripciones “alternativas”, entonces la situación puede ser descrita o “estructurada” de dos maneras posibles, o tal vez de una si, para nuestros propósitos, las dos alternativas remiten a lo mismo. Un desacuerdo con respecto a lo que deberíamos decir no es blindaje alguno, por el contrario, debe ser superado: su explicación es difícil que no resulte iluminadora. Caer en la cuenta de que un electrón gira en sentido inverso es un descubrimiento, no una razón para tirar la física a la basura; de la misma manera, un hablante genuinamente libre o excéntrico no es sino un espécimen raro que debe ser apreciado.
Así como la práctica de aprender a tratar con esto, en el aprendizaje de rúbricas esenciales apenas podemos esperar ejercicios más prometedores que el estudio de las excusas. Esta es, seguro, el tipo de situación en la cual la gente diría “casi cualquier cosa”, porque está frenética o ansiosa por librarse de ello. “Fue un error”, “fue un accidente” –con qué facilidad puede esto aparecer como indiferenciado, e incluso se utiliza como si de iguales se tratase. De hecho, con una historia o dos, todo mundo estaría de acuerdo no sólo en que son completamente diferentes, sino que incluso descubrirían la diferencia por sí mismos, y lo que cada uno te los términos significa.
Con respecto a la última palabra: el lenguaje ordinario no clama por ser la última palabra, si es que existe algo semejante. Sin embargo, encarna verdaderamente algo mejor que la metafísica de la Edad de Piedra: esto es, la experiencia acumulada por muchas generaciones de hombres. Este cúmulo se ha concentrado primariamente en las relaciones prácticas de la vida. Si una distinción funciona bien para los propósitos prácticos de la vida ordinaria (y no quiero decir un “logro”, pues incluso la vida ordinaria está repleta de casos difíciles), entonces es seguro que ahí hay algo, lo cual no quiere decir nada; sin embargo, es bastante probable que no sea la mejor forma de arreglar las cosas si nuestros intereses son más amplios o intelectuales que de lo normal. Y una vez más, esa experiencia se ha derivado sólo de recursos disponibles para los hombres comunes a lo largo de gran parte de la historia de la civilización: no se la ha alimentado con fuentes como el microscopio y sus sucesores. Y también debe añadirse que la superstición, el error y las fantasías de todo tipo se incorporan al lenguaje cotidiano e, incluso, a veces permanecen en pie ante la prueba de la supervivencia (Y, cuando lo hacen ¿por qué no deberíamos detectarlas?). Queda claro, entonces, que el lenguaje ordinario no es la última palabra: en principio, siempre se la puede completar, mejorar o sustituir. Sólo recuérdese: es la primera palabra.
En este terreno, también las excusas resultan fructíferas. Aquí hay material lo suficientemente discutible e importante para todos, pues el lenguaje ordinario se encuentra en sobre sus dedos de los pies; pero también sobre su espalda tiene una pulga aún más grande, encarnada en la Ley, y ambas atraen la atención hacia una más, una pulga que crece con salud: esta es, la psicología. En la Ley hay un flujo constante de casos reales, más novedosos y tortuosos que aquellos que la sola imaginación puede concebir y que exigen decisiones –esto es, deben encontrarse, de alguna manera, fórmulas para ponerles un freno. Por lo tanto, es necesario ser cuidadoso pero también ser brutal para torturar, engañar y hacer caso omiso, lenguaje ordinario; aquí no se puede evadir u olvidar el asunto (En la vida diaria podemos hacer caso omiso a los enredos planteados por el tema del tiempo, pero no podemos hacerlo en física). La psicología no sólo provee nuevos casos sino que, además, produce nuevos métodos para observar y estudiar los fenómenos; además, y a diferencia de la Ley, tiene un interés imparcial en la totalidad de éstos y lleva en sí la marca de la decisión. De ahí su necesidad especial y constante por complementar, revisar y sustituir las clasificaciones tanto de la vida ordinaria como de la ley. Tenemos, entonces, un amplio material para aprender cómo manejar el obstáculo de la “última palabra” el cual, con todo, debe ser tratado.
Supongamos, entonces, que nos proponemos investigar las excusas. ¿Cuáles son los métodos y los recursos con los cuales contamos desde un principio? Nuestro objeto es imaginar la variedad de situaciones en las cuales proferimos excusas y examinar las expresiones que en ellas usamos. Si tenemos una imaginación vívida, así como una amplia experiencia con la negligencia, llegaremos lejos; sólo necesitamos un sistema; no sé cuántos de ustedes tengan una lista de los distintos tipos de tonterías que han hecho. Es aconsejable recurrir a recursos sistemáticos de ayuda, los cuales podrían ser, por lo menos, tres. Los enumero en orden de su disponibilidad para cualquier lego.
Primero, debemos utilizar un diccionario –uno conciso podría servir, pero es menester decir que se le usará con minucia. Se sugieren dos métodos, ambos un poco tediosos pero productivos. Uno consiste en leer el diccionario, haciendo una lista de todas las palabras que resulten importantes; esto no toma tanto tiempo como muchos suponen. El otro, en comenzar con una amplia selección de los términos obviamente relevantes y buscar cada uno de ellos en el diccionario: se encontrará que, en la explicación de los varios significados de cada uno, un número sorprendente de otros términos se dan cita, relacionados, si bien no en todos los casos, como sinónimos. Entonces, revisaremos cada uno de éstos, incluyendo cada vez más en nuestra bolsa de definiciones y, a medida que avancemos, será claro que el círculo comienza a cerrarse hasta estar completo; y en este punto, no daremos más que con repeticiones. Este método tiene la ventaja de agrupar los términos en conjuntos convenientes –pero, por supuesto, un buen trabajo dependerá de nuestra comprensión de la selección inicial.
Al trabajar con el diccionario, es interesante encontrar que un porcentaje elevado de términos ligados a las excusas muestran ser adverbios, un tipo de palabra que no ha gozado de tantas miradas filosóficas como el sustantivo, el adjetivo o el verbo; esto es natural pues, como ya hemos mencionado, el tenor de muchas excusas es el de “Yo lo hice pero sólo de una manera no llana como esa”, es decir, el verbo necesita modificarse. Además de los adverbios, hay palabras de todo tipo, incluyendo numerosos sustantivos abstractos, como “concepto erróneo”, “accidente”, “propósito” y otros de este tipo; y algunos verbos, los cuales poseen posiciones clave para agrupar las excusas en clases a un nivel elevado (“no poder ayudar”, “no pretender”, “no caer en la cuenta”, “intentar”, “pretender”). En conexión con los sustantivos, otra clase desatendida de palabras resulta prominente: las preposiciones. No sólo es importante, de manera considerable, qué preposición, de las muchas que hay, es utilizada con un determinado sustantivo, sino también qué preposiciones merecen ser estudiadas por sí mismas. Para la pregunta sugerida “¿Por qué los sustantivos están en un grupo gobernado por ‘bajo’, en toro por ‘sobre’, e incluso en otro por ‘por’ o ‘desde’, ‘que’ o ‘con’?”, resultaría decepcionante si se prueba que no existe razón para la existencia de estos grupos.
Nuestro segundo recurso sería, por supuesto, la ley. Ésta nos proveería de una inmensa cantidad de casos encontrados y de una lista útil de alegatos reconocidos, así como de análisis profundos de ambas. Nadie que pruebe esta fuente podrá tener la duda, me parece, de que la ley común, y en particular la ley de ----, son la más provechosa fuente. El crimen y la propiedad contribuyen con algunas adiciones, pero el--- es más comprensivo y flexible. Incluso en lo referente al delito, rama dura y antigua de la ley, es necesario tener mucha precaución con los argumentos del abogado y las decisiones de los jueces; siendo tan agudos como son, siempre debe tenerse en cuenta que, en los casos legales:
Existe el requerimiento fundamental de que una decisión sea tomada, una decisión blanca o negra –culpable o no culpable- para el demandante o el defensor.
Hay el requerimiento fundamental de que un cargo o acción, así como las declaraciones, se fundamenten en los procedimientos que, durante el curso de la historia, han sido aceptados por las cortes. Éstos son sólo unos cuantos estereotipos, en comparación con las acusaciones y defensas de la vida cotidiana. Además, muchos tipos de discusiones se encuentran más allá de la ley; son triviales o puramente morales -por ejemplo, la falta de consideración.
Existe el requerimiento general de que argumentemos tomando como base las decisiones judiciales. En la ley, esto posee un valor incuestionable, aunque puede conducir, ciertamente, a la distorsión de expresiones ordinarias.

Por razones como estas, conectadas y enraizadas en la naturaleza y la función de la ley, los abogados y los juristas son tan cuidadosos en dar a nuestras expresiones cotidianas los significados y aplicaciones ordinarias. Hay defensa y evasión, hay exageración y encierro, además de la invención de tecnicismos o de sentidos técnicos para términos cotidianos. Aún así, es una sorpresa continua el descubrir cuánto hay qué aprender de la ley. Hay que añadir que si una distinción trazada es lógica, aunque aún no esté reconocida por la ley, un abogado debe tomar nota de ella; no hacerlo resultaría peligroso –su oponente podría hacerlo.
Finalmente, la tercera fuente es la psicología, en la cual incluyo los estudios antropológicos y del comportamiento animal. En este punto, hablo aún con mayor temor que en el caso de la ley. Pero, por lo menos es claro que algunas variedades de comportamiento, algunos modos de actuar o algunas explicaciones de la puesta en práctica de ciertas acciones, las cuales son tomadas en cuenta y clasificadas por la psicología, no han sido observados aún por los hombres ordinarios ni encuentran lugar en el lenguaje común; ello hubiera ocurrido si estos modos de actuar contaran con mayor importancia práctica. Existe un verdadero peligro en el desprecio de la jerga psicológica, al menos cuando ésta intenta complementar, y algunas veces suplantar, el lenguaje de la vida ordinaria.
Con estos recursos y con la ayuda de la imaginación, será difícil que no lleguemos al significado de un gran número de expresiones y a la clasificación de una buena cantidad de acciones. Entonces podríamos comprender claramente mucho de lo que, anteriormente, sólo usábamos ad hoc. Debo agregar que la definición, la definición explicativa, debe encontrarse entre nuestros principales objetivos: no es suficiente mostrar cuán hábiles somos mostrando cuán oscuro es todo. La claridad, lo sé, tampoco es suficiente; tal vez llegará el momento en que nos involucremos en ello, cuando estemos a una distancia que permita ver con claridad lo conseguido hasta ese punto.

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